Entrevista a Domènec / Manuela Docampo y Adriana Leanza

Entrevista a Domènec por Manuela Docampo y Adriana Leanza

On Mediation. Platform on Curatorship and Research
Entrevistas Materia Prima (10 /07/2018)

Domènec (Mataró, 1962) es un artista visual que trabaja con distintos formatos, como la escultura, la fotografía, las instalaciones o el vídeo. Su investigación se centra en diferentes contextos locales y en el proyecto arquitectónico de la modernidad como legado de la época contemporánea. Ha realizado numerosas exposiciones en diferentes países como Irlanda, Bélgica, Francia, Italia, Estados Unidos, México, Argentina, Brasil, Israel, Palestina, Finlandia o Japón.

 

Manuela Docampo [MD]: Empezamos con una pregunta común a todas las entrevistas, relacionada con Materia Prima: ¿qué sentido crees que tiene realizar una cartografía de artistas de media carrera en el ámbito de Barcelona?

El formato tan anglosajón de la media carrera, que sería el artista que está entre los cuarenta y los cincuenta años, es un poco extraño, pero cartografiar un momento de un contexto me parece interesante. De vez en cuando es necesario hacer una revisión de qué está pasando y cuáles son las temáticas, las formas, los modos de trabajar…, ver qué se respira, qué links, qué interacciones y qué interrelaciones se establecen entre una comunidad y un contexto concreto. Aun así, al ser una exposición con una curadoría colectiva, tiene sus pros y sus contras. Toda cartografía deja a alguien fuera porque cada uno tiene su propio ranking.

MD: El término media carrera también hace referencia a artistas que han logrado reconocimiento a nivel local pero que aún no se han consagrado internacionalmente. Quizás resulta paradójico que participes en Materia Prima y que, justo después, vayas a inaugurar en el MACBA.

Claro, es que es muy relativo. Allí podríamos entrar en muchos debates: hay artistas en la exposición como Yamandú, que no ha tenido una retrospectiva en el MACBA pero en Uruguay es un personaje absolutamente reconocido.

MD: ¿Te sientes identificado con el término media carrera?

No me siento nada identificado. Las prácticas contemporáneas no funcionan al estilo de carrera; la palabra carrera a mí me produce auténtica alergia. Además, el concepto está presente en contextos donde el mercado, las instituciones, la estructura y la institución Arte funcionan y, por lo tanto, la gente tiene carreras, y estas tienen una lógica biológica… Eso, en nuestro contexto, es un poco surrealista. Está bastante alejado de la realidad. Finalmente, no te relacionas tanto por generación, sino por intereses, por temáticas, por formas de trabajar… Por lo tanto, insisto, esto de media carrera

 Adriana Leanza [AL]: Volvemos a la exposición que inauguras en el MACBA, Ni aquí ni en ningún lugar (del 18 de abril al 11 de septiembre de 2018), que traza un recorrido que va desde finales de los noventa hasta la actualidad. Nos parece que este título sintetiza muy bien tu producción artística.

Fue difícil en esta exposición encontrar un título, porque no es realmente una antológica, ni una retrospectiva en el sentido clásico, no tiene una voluntad historicista. Las piezas no se organizan de forma cronológica, sino que hemos intentado construir un relato conceptual. El recorrido es bastante libre: empieza con una pieza que hice en 2012 sobre los icarianos, una utopía del siglo xix, y, de hecho, el recorrido termina con unas piezas que reflexionan más bien sobre procesos muy distópicos. En cierta manera, ese juego lingüístico de «ni aquí ni en ningún lugar» no deja de ser una expresión popular. Ningún lugar, etimológicamente, es «no place», «no lugar»; es utopía. De ahí la idea de los icarianos que en el año 1948 se largaron a EE. UU. para seguir la utopía y al final todo terminó siendo un fracaso total. Me gustaba jugar con esta ambigüedad del título. Puede ser un interrogante, puede ser una afirmación, puede tener muchas lecturas.

MD: A finales de los noventa comenzaste a centrar tu trabajo en los modelos arquitectónicos del proyecto moderno. Sin embargo, anteriormente tus piezas ya reflexionaban alrededor del espacio y la noción de habitar, como por ejemplo la serie Hibrids (1996-1998). ¿Cómo llegaste a interesarte por los proyectos de arquitectura de la modernidad?

Desde principios de los noventa empiezo a preguntarme sobre mi papel como artista y mi responsabilidad política. Siempre me había interesado la arquitectura, porque, de las artes, es la que realmente interfiere y modifica la vida cotidiana de las personas. El arquitecto, y el urbanista, quieran o no, más allá de algunos proyectos privados tienen una responsabilidad pública que afecta a gente que no ha encargado el proyecto, que no son espectadores o usuarios voluntarios del proyecto.

 AL: La arquitectura se relaciona estrictamente con el poder. Estoy pensando en la arquitectura fascista en Italia.

Claro. Para poder construirse, uno debe establecer unas relaciones ambiguas y peligrosas con el poder.

 MD: La arquitectura como inconsciente político…

Sí, allí fue donde empecé a investigar sobre el inconsciente político del arte, y sobre los límites del proyecto, las «grandilocuencias» de la modernidad y la realidad de la vida cotidiana de las personas. El caso más claro es 24 horas de luz artificial (1998), el proyecto es casi…

MD/AL: … irónico.

Exacto. Estos grandes relatos, típicos de la modernidad, eran mi background, pero, al mismo tiempo, yo me posicionaba con una cierta distancia sobre esta grandilocuencia ideológica, o esta confianza ciega en la posibilidad del proyecto moderno. Me parecía muy interesante estudiar sus límites, sus fisuras y sus contradicciones, como en el caso del hospital de Paimio de Alvar Aalto. Estuve allí un invierno, es una arquitectura increíble, pero cuando empiezas a estudiarlo y descubres que en 1929 la tuberculosis no se curaba, que en el fondo este hospital era un magnífico lugar donde ir a morir, se produce una gran paradoja. Más tarde he introducido en mi investigación un interés por el monumento, quería reflexionar sobre las artes que más directamente afectan a un espectador no especializado.

AL: También la desmonumentalización de la arquitectura, su conversión en simulacro. Esta acción de apropiarse de una arquitectura importante, como puede ser la Unité d’Habitation o la Casa Bloc, y, de repente, hacerla accesible a cualquier persona.

En muchas de mis piezas hay un juego irónico, desmitificador, de bajar del pedestal los grandes proyectos. Se trata de establecer un tipo de relación menos grandilocuente, más informal, cotidiana y directa. Una relación menos cargada del peso del programa. Sin embargo, mi trabajo no es una impugnación, es una reflexión crítica. Mi posición es de diálogo, de cuestionamiento, pero desde cierta complicidad. A veces, incluso, de cierta melancolía.

 AL: Realmente estos proyectos modernos te fascinan.

Claro. La Unité d’Habitation me fascina, pero al mismo tiempo nos relacionamos con estos proyectos desde otro tiempo y contexto. Mi crítica sería, más bien, desde ciertas posiciones de la arquitectura y el urbanismo anarquista o libertario, en el sentido de que –aunque pueda compartir su voluntad de construir espacios de vida en común– no dejan de ser, en general, posiciones, voluntaria o involuntariamente, autoritarias o paternalistas. La relación de surfeo sobre el compromiso político que establecen Mies van der Rohe o Le Corbusier produce escalofríos. Me centro en cómo deconstruir todo ese sustrato, ese inconsciente político.

AL: Por eso te interesa trabajar en el espacio público. Espacio público como espacio político.

Sí, de hecho se produce una paradoja cuando se introduce un trabajo en el white cube, en el contexto del museo: tanto el emisor como el receptor operan bajo el «modo arte», hay una aceptación de un código, unas pautas de comportamiento. En cambio, cuando se introduce una escultura en un espacio público, se inserta en un espacio de negociación y conflicto de personas que no tienen ninguna obligación de utilizar el código del arte. Y allí se producen situaciones y conflicto político.

 MD: Como dices, en el espacio expositivo hay instaurados unos códigos que en el espacio público no existen. ¿Cómo valoras el impacto de las intervenciones públicas en las realidades sociales y políticas en las que se ubican?

Es difícil valorar los resultados con parámetros de rentabilidad social y política. Lo que me interesa es experimentar lo que pasa allí, creando distintos niveles de lectura. Un caso clarísimo es la intervención de la torre Tatlin en México (Playground, 2011), cuyos primeros receptores, los niños, no tenían el referente cultural o iconográfico para entender la obra. Seguramente muchas veces solo yo, y quien haya seguido de cerca todo el proceso, podemos ser capaces de entender todos los matices que se han producido alrededor del proyecto. Pero lo que me parece interesante es darle diferentes vueltas. En este caso, decidí retirar mi pieza antes de que terminase el periodo de exposición para instalarla en un centro cultural y social para niños de Iztapalapa. En el fondo es una ironía sobre la utopía nunca realizada, que se convierte en un juego de niños y, finalmente, participa de un micro proceso revolucionario: formar parte de un centro autogestionado. Me encanta que las piezas tengan estos links y no me importa que la gente solo lea una parte o muchas; me gusta dejar la posibilidad de que estas ramificaciones se puedan seguir o no.

 AL: En tus proyectos existe un intento de recuperación de la memoria política.

Claro, se trata de confrontar el relato del poder con los microprocesos de construcción colectiva, nuevas formas de vivir en común, más igualitarias y más justas. Normalmente son experimentos que fracasan, algunos muy ingenuos, pero no por eso dejan de ser interesantes.

AL: También está presente la idea de refugio, como por ejemplo en Sakai Shelter (2016) o Existenzminimum (2002).

Sí, por supuesto. El refugio es un acto de autogestión. Si eso lo trasladamos a un contexto más político, espacio y lugar siempre tienen una connotación política, son pequeños refugios de sujetos expulsados por el sistema. Son como metáforas, homenajes. Existenzminimum es un refugio; en este caso me refería más a la indigencia, a la intemperie ideológica. Me refería más a mis amigos, a mis contemporáneos y a mí mismo como sujetos, a principios del siglo xxi, que residen en la intemperie, desprovistos de relatos para explicar el mundo. Hemos perdido los referentes. Hay que entender el contexto en el que se hizo esa pieza, muy ligado al año 1989, a la caída del muro de Berlín y a la victoria, a principios de los ochenta, de Reagan y Thatcher. En el caso de Sakai Shelter es lo mismo, pero más centrado en sujetos del contexto. Desde finales de los noventa, con el colapso de la economía de Japón aumentaron enormemente los homeless. Cuando la economía se recuperó, esos sujetos ya no eran útiles para el sistema y ahora, ya viejos, siguen viviendo en chabolas. Me interesó trabajar esa idea.

AL: En Sakai Shelter (2016), Here/Nowhere (2005) o los proyectos relacionados con Palestina-Israel, como por ejemplo Real Estate (2006-2007), tu aproximación es muy arquitectónica: estudias a fondo el territorio, el espacio y el contexto social, político e histórico.

Sí, me gusta trabajar sobre un contexto concreto, y el motor principal es la curiosidad: intentar entender un contexto específico. En Here/Nowhere, aunque es un proyecto muy contextualizado, fue muy fácil: ver el lugar y ¡pam!, salió… A veces pasa eso, ves la imagen y ves casi el producto final. Todo el proceso consistió en ajustar el proyecto, no hubo una gran labor de investigación. Fue más bien estar ahí, hablar con la gente… Y el background de haber leído literatura irlandesa. En el caso de Palestina-Israel no tenía mucha información, realmente. El motor fue que me invitaron a hacer una residencia allí. Estuve dos años absolutamente full-time trabajando en ese tema, y fui como siete u ocho veces a Jerusalén.

AL: Esto es un proceso de investigación de campo, y luego tienes otro tipo de proceso que es más de archivo.

Intento combinar las dos cosas. De hecho, lo ideal para mí es una metodología excéntrica. No es una auténtica metodología científica. No es ni la metodología del historiador, ni la del antropólogo, ni la del periodista. Lo ideal para mí es sumar estas posibilidades. Y el flâneur… Todas esas capas de información las voy acumulando y después intento darles una forma coherente. Normalmente, siempre que puedo, y siempre que lo permite el proyecto, lo que pido es estar un periodo de investigación, sin objetivo ninguno.

MD: Para que el tema surja.

Eso es. Pasar un tiempo ahí, caminar, hablar con gente, hacer entrevistas. Las primeras semanas son simplemente caminar. Pero, al mismo tiempo, voy leyendo libros de historia o novelas. En el caso de Palestina-Israel, leí literatura, vi mucho cine, me entrevisté con arquitectos, antropólogos e historiadores. Iba al barbero judío tradicional, para que me hablara. No jerarquizaba una información sobre otra. El contexto era tan complejo que me obligó a ir más allá incluso de lo que yo inicialmente había previsto.

MD: Resulta sorprendente cómo la temática de Palestina-Israel te llegó de casualidad, porque encaja con total coherencia en tu práctica artística. Parece casi obvio que llegarías a este punto.

Al llegar ahí descubrí que era el mejor caso de estudio que podía haber encontrado, sin haberlo buscado. La invitación era para una residencia en Jerusalén, en The Jerusalem Center for Visual Arts. Sin embargo, en principio lo que me fascinaba de ahí era Tel Aviv, una ciudad construida en las dunas, de la nada, por alumnos de la Bauhaus, como Brasilia o Chandigarh; pero, después, descubrí que Jerusalén era el laboratorio urbano más complejo que he conocido nunca. Es una ciudad donde chocan todos los conflictos contemporáneos. Me servía, y me ha servido, para seguir pensando y repensando la ciudad.

MD: ¿Algunas de las piezas nuevas realizadas para la exposición del MACBA tratan este contexto?

Sí, hay una pieza sobre el juicio de Eichmann, la última de la exposición. Construye este relato, que empieza con la utopía del siglo xix y acaba con el juicio de Eichmann. No he querido que tratara tanto el tema del Holocausto, ni el contexto palestino-israelí. He puesto como título el primer capítulo del libro de Hannah Arendt Audiencia Pública. Yo quería terminar mi exposición aquí, interpelando al espectador: ¿dónde te posicionas?

 

 

Domènec en el MACBA. Ni aquí ni en ningún lugar / Antonio Ontañon (Situaciones, 18-04-2018)

Un artículo de Antonio Ontañón para Situaciones del 18 abril 2018

El pasado día 12 de abril, tuvimos la suerte de poder entrar al montaje de la inminente exposición individual de Domènec en el MACBA, acompañados del artista mataronense. Ni aquí ni en ningún lugar es una muestra comisariada por Teresa Grandas que aglutina el trabajo de Domènec desde finales de los años noventa hasta la actualidad, incluyendo además dos producciones inéditas. En paralelo, presentará la instalación El estadio, el pabellón y el palacio en el Pabellón Alemán de Mies van der Rohe.

La exposición está estructurada a través de un eje común que crea un recorrido a través de la producción de Domènec de estos últimos 20 años. A lo largo de Ni aquí ni en ningún lugar aparecen tres cronogramas que articulan precisamente ese hilo conductor, y que nos dan pistas de la etimología que da lugar al título de la exposición: la utopía, término acuñado por Tomás Moro para referirse a una sociedad ideal inexistente, proviene de los conceptos griegos  (“no”) y (“lugar”), que  significan literalmente “no-lugar”.

La mano del trabajador y 48_Nakba

Entre las numerosas obras expuestas hemos escogido dos para mostrar el sentido de las investigaciones artísticas de Domènec y el tratamiento al que somete la idea de utopía y lugar. 

 La mano del trabajador (Rakentajan käsi) nos traslada a Finlandia, a Kallio, un antiguo barrio obrero de Helsinki y a una pequeña utopía hecha realidad: la construcción de una magnífica casa de cultura por parte de los propios trabajadores a instancias de la iniciativa del Partido Comunista finés (SKP). El arquitecto Alvar Aalto aceptó el encargo de la nueva Kulttuuritalo (casa de cultura) que, efectivamente, se construyó entre los años 1952-58. Centenares de obreros llenos de orgullo de clase dedicaron de forma voluntaria miles de horas de sus vidas a la construcción del edificio. Y vencieron con su esfuerzo a los sectores más conservadores de la sociedad finesa que ponía en duda abiertamente su capacidad para acabar la obra. Algunos de estos trabajadores (hoy muy mayores) han sido entrevistados y relatan el éxito de la construcción de su pequeña utopía, el disfrute del edificio construido y la decepción posterior cuando en los primeros años del siglo XXI el Partido Comunista en plena crisis vendió el edificio al Ayuntamiento de Helsinki.

 En 48_Nakba, Domènec nos traslada a los territorios palestinos ocupados por Israel y nos muestra cómo la realización de una utopía en un lugar concreto puede ser, al mismo tiempo, el infierno para otros. El mismo día que el estado de Israel celebra su independencia, Palestina celebra la Nakba (la Desgracia). En 1948, cuando las Naciones Unidas deciden dividir el territorio palestino para ofrecer un lugar al estado de Israel, un millón de los habitantes de esa tierra son expulsado y desde entonces viven en campos de refugiados. Domènec entrevista a varios ancianos palestinos que todavía recuerdan su vida en el pueblo del que fueron expulsados y el aspecto actual que tiene su lugar de origen en el Israel contemporáneo: puede ser una urbanización para colonos hebreos, una ruina en una ladera o un parking a la entrada de una universidad. Lugares a los que los palestinos nunca volverán…

 

Antonio Ontañón: ¿Estás muy preocupado con la recepción política que tiene tu trabajo artístico? Es decir, ¿hasta qué punto es para ti un problema, o no, que la obra se pueda convertir en una suerte de agencia o de elemento de cambio?

 Domènec: Los procesos de cambio político son siempre procesos colectivos, por tanto lo único que puedo hacer, en todo caso, es aportar un poco más. Sería muy pretencioso por mi parte pensar que yo, no ya como artista, sino como sujeto individual, pudiera transformar algo. En todo caso se trata de un proceso de suma.
Pienso que mi trabajo no responde a la idea de artista activista, sino más bien a la de un artista que reflexiona, que pretende pensar y repensar los mecanismos que funcionan en el mundo, contribuyendo de alguna forma a generar debate. No se trata tanto de un efecto político directo, sino más bien de un efecto político de carga de profundidad.

 

Antonio Ontañón: En este sentido, el filósofo Jacques Rancière plantea que la efectividad del “arte político” no reside tanto en su incidencia en un “afuera” (la realidad social) sino sobre todo en el mero hecho de existir como una forma de “politización de la estética”. ¿Te preocupa la repercusión social del “arte político”?

Domènec: En ese sentido podríamos decir que sí, que aunque no sea un artista que trabaja desde el punto de vista del activismo directo e inmediato –ya que mi trabajo reflexiona mediante procesos más largos–, me gustaría pensar que hay un espacio para este tipo de arte, desde donde aún se pueda generar pensamiento crítico, y que acaso éste pueda más tarde, con ayuda de todos, generar acción y transformación.

 

Antonio Ontañón: También eres uno de los creadores de la revista Roulotte, publicación en la que han aparecido varios de tus proyectos. Como artista, ¿qué diferencias y relaciones encuentras entre el hecho de publicar la revista o hacer una exposición? ¿Son actividades complementarias? ¿Son excluyentes?

 

Domènec: Creo que son fundamentalmente complementarias y ambas muy necesarias. Considero que tanto publicar Roulotte como mi trabajo artístico es parte de lo mismo, ya que en el fondo ambos pasan por la construcción de un relato, construyendo un material que pueda ser utilizado para entender el mundo del arte de una manera crítica, comprometido con la realidad, en sus contextos reales… Considero que es tan importante una cosa como la otra: si bien sabemos que la institucionalidad del arte tiene máquinas más potentes de visibilidad y legitimación que otras, pero para mi todo espacio como una revista, el espacio independiente de un colectivo, un centro okupado o un museo, son espacios públicos y por tanto se constituye como espacio social y político, convirtiéndose automáticamente en lugares donde actuar. No tenemos por qué ceder un espacio como el museo a otros, porque si yo tengo la posibilidad de desarrollar mi discurso sin coartadas y mis proyectos de forma coherente, ¿por qué no? Me parece que es tan necesario ocupar un espacio como el museo como podría serlo una publicación, un aula o una plaza.

 

Antonio Ontañón: Estamos viviendo una época de crisis en muchos niveles: crisis del Régimen del ‘78, crisis social, ecológica, económica, política, nacional… ¿cuál crees que debería ser la actitud de las instituciones y las personas concretas que forman parte del “mundo del arte”? ¿Deberían mostrar algún tipo de compromiso? ¿De qué forma?

 

Domènec: Esta pregunta es compleja, porque debería plantearse directamente en clave de ciudadano. A veces, cuando he impartido algún curso o seminario, especialmente en los EE.UU. –donde el concepto del arte como espacio de generación de pensamiento crítico no lo tienen muy claro– he explicado que mi práctica artística es mi manera de ejercer como ciudadano y por tanto, como ciudadano, me he de posicionar contra la censura, la represión, etc. Si entre todos nos reclamamos compromisos como ciudadanos, también hemos de hacerlo como artistas, no hay otra.

 

Antonio Ontañón: ¿Y desde un punto de vista más institucional como museos, asociaciones, sindicatos?

 

Domènec: Las instituciones tienden por naturaleza a desvincularse de estas problemáticas, manteniéndose al margen. Pero evidentemente se debería exigir un compromiso, porque las instituciones como el museo, la universidad, etc., en tanto que herederas de la Revolución Francesa, no deberían dejar de ser entendidas como instituciones de la ciudadanía. Aunque también es muy utópico pensarlo así, porque actualmente no dejan de ser instituciones que sirven para el mantenimiento y soporte del/los statu quo. De todas formas, creo que es más importante ver si el trabajo de una institución es disruptivo en la actividad que realiza en el día a día, si permite este tipo de trabajos de ruptura que ponen palos en las ruedas de los discursos hegemónicos y homogeneizados, que la declaración que pueda firmar o emitir un día en concreto, aunque también sea deseable que se posicionen y comprometan alrededor de estas adhesiones puntuales.

 

Alán Carrasco: Antes de terminar, y siendo que la memoria histórica es un tema de especial interés para todos nosotros –tanto en tu trabajo, como en la línea editorial de Situaciones, en el trabajo académico de Antonio o en el mío propio como artista–, me gustaría preguntarte alrededor de las decisiones más recientes que se han planteado dentro de las políticas municipales en las ciudades del cambio. Hablo de decisiones como el desmantelamiento de la estatua de Antonio López, o la apertura al público de espacios como La Modelo en Barcelona. ¿Cómo crees que se debería gestionar este tema y esta tipología de espacios de memoria?

 

Domènec: Respecto a la gestión de la memoria histórica y de los símbolos todavía no hemos encontrado la fórmula adecuada. Bueno, creo que de hecho sólo hay una fórmula adecuada, aunque suene un poco bestia: la forma adecuada es coger una cuerda, atarla al cuello del monumento de turno y echarlo abajo, porque es precisamente en ese momento revolucionario cuando ocurre uno de los pocos instantes que tendrá la gente de autogestión pura del espacio público. Es una manera un poco poética de explicarlo, pero es cierto que ese momento es uno de los pocos instantes en los que el ideal de la autogestión, de la autodeterminación como sujetos, se da de facto. Automáticamente después, el nuevo orden se constituye y crea sus nuevos relatos, peores o mejores. Es sólo del día 1 al 3 de octubre, entre el referéndum por la autodeterminación de Cataluña y la huelga general en que la gente tiene la capacidad de autogestionarse, y durante ese momento revolucionario es cuando la gestión de los símbolos funciona. El día 4 ya no. Recordemos cómo los revolucionarios de 1871 en París derriban la Columna Vendôme –columna en recuerdo de la victoria napoleónica en la Guerra franco-prusiana, que reemplazaba precisamente una efigie de la República, que a su vez había reemplazado una estatua ecuestre de Luis XIV–, y lo hacen porque la ocupación del espacio público no solamente es física, sino también es ideológica y simbólica. Si a mi me preguntas qué haría yo con la escultura del esclavista Antonio López y López te contesto que la derribaría y la dejaría ahí, tirada en el suelo, dejando en claro que ha sido derribada.

 

Respecto a la decisión de abrir La Modelo al público, creo que ha habido muy buena voluntad, porque la política oficial, especialmente de los socialistes con la memoria histórica consistió simplemente en la retirada de las cosas, higienizando el espacio, y consecuentemente borrando el conflicto. Con estas nuevas decisiones creo que lo que se intenta con espacios como La Modelo, el Born, etc., es interpretar, evitando el borrado. Aún así creo que no se ha encontrado la manera exacta.

 

Antonio Ontañón: Yo detecto en algunos de estos movimientos políticos recientes una intención de romper el tabú que impuso la Transición sobre los símbolos. Estaba pensando en la exposición Victòria. República. Impunitat i espai urbà que tuvo lugar en El Born Centre de Cultura i Memòria y sobre la que escribí en su momento.

 

Domènec: Si, definitivamente. Yo me estaba acordando de El Roto y su viñeta en la que retiraban una estatua ecuestre, no importa si de Franco o de otro, en la que ponía “Retiraron las estatuas del dictador para que no se notase tanto que aún seguía allí…”. Da la impresión de que las políticas de memoria histórica herederas del Régimen del 78 hayan sido un poco eso, retirar las cosas para que no se note que todo sigue igual. Quizá lo de ahora, aunque a veces se caiga en la banalización, la espectacularización o la infantilización, es cierto que supone un nuevo camino, aún ajustándose. De cualquier forma, si alguien viniese diciendo que tiene la fórmula exacta yo trataría de problematizársela, planteándole un “¿y si…?”, un poco a modo de mosca cojonera, que es lo que corresponde con la profesión de artista. Por ejemplo, cuando Hans Haacke quiso hacer evidente que la limpieza del régimen nazi no había sido en profundidad, reconstruye un monumento nazi en un giro iconoclasta muy interesante que termina, precisamente, con la destrucción del mismo por parte de los neonazis austriacos. Lo que Haacke hace es todo lo contrario: decide levantar la alfombra y evidenciar el conflicto, que está aquí escondido. Con Franco se ha hecho al revés: en muchas ocasiones se han desmantelado sus monumentos de noche, para evitar líos… O como la transformación del monumento barcelonés de José Antonio Primo de Rivera en uno en homenaje a Tarradellas: primero retirar los símbolos y después los bajos relieves, dejando esa especie de pegote abstracto… Yo creo que la lucha política está en todas partes y a cada uno le toca luchar desde el lado que le corresponde, desde el que se lo pase mejor, y que pueda ser más útil. Seguramente los artistas no seamos tan útiles dirigiendo una asamblea, por ejemplo, pero si podemos poner el dedo en la llaga, levantar alfombras, hacer que todo se airee y el olor a podrido finalmente se desvanezca.

 

Ni aquí ni en ningún lugar. Conversación con Domènec / Pedro Hernández Martínez (Arquine, 8-05-2018)

Publicado en Arquine (Ciudad de México, 8 de mayo de 2018)

 

El museo MACBA de Barcelona acoge desde el pasado 19 de abril el trabajo del artista catalán Domènec. La muestra, Ni aquí ni en ningún lugar, reúne más de 20 años de trabajo del artista, en los que, a partir de varios edificios o monumentos emblemáticos de la modernidad, se analizan las propuestas del movimiento moderno y su legado en la contemporaneidad, con el fin de plantear el impacto actual de propuestas utópicas surgidas a raíz de la revolución industrial y en contraposición al capitalismo.

Como parte de la exposición, el artista interviene también el Pabellón de Alemania, diseñado por Mies van der Rohe y Lilly Reich para la Exposición Universal de Barcelona de 1929. Su propuesta, El estadio, el pabellón y el palacio es coordinada en conjunto por la Fundació Mies van der Rohe y el MACBA y reflexiona sobre la imagen ideal de la montaña de Montjuïc –la ofrecida en 1929– y la contrapone con la realidad social de ese lugar en los años posteriores a la celebración del evento, todo a través de la inserción de imágenes, textos y objetos en el espacio del Pabellón.

 

Pedro Hernández: Presentas en el Pabellón de Barcelona una intervención que forma parte a su vez de una muestra en el MACBA que recoge 20 años de tu trayectoria, ¿puede explicarnos un poco qué se puede encontrar en el pabellón y qué busca contar la instalación?

Domènec: Así como en el MACBA hay trabajos antiguos, anteriores, en este caso es un proyecto completamente nuevo, pensado para el espacio. Se trata de una instalación ex profeso, hecha para el pabellón, de la que una pequeña parte también se puede encontrar en el museo. Cuando me propusieron hacer algún proyecto en ese lugar, pensé en analizar y estudiar el fenómeno de las Exposiciones Universales. Siempre que he visitado el pabellón, veo la paradoja de que es una arquitectura que no contiene nada, que sólo se muestra a sí misma, es la pura representación de ella misma. Cuando se creó en 1929, no contenía nada ni exponía nada, no funcionaba como un display para presentar productos o información sobre Alemania, sino que sólo se diseñó para el acto protocolario de recibir a los reyes de España, como el escenario para el teatro del poder. Luego amplié el foco y analicé que todas las exposiciones universales no son sólo decorados para ese teatro de la política, la diplomacia o las relaciones públicas. Me centré en saber qué pasó después, no sólo con el pabellón alemán, que fue desmantelado, sino con otros muchos pabellones, palacios y equipamientos que se construyeron en la montaña de Montjuic alrededor de la exposición y que no se desmantelaron, que quedaron ahí. Quería saber qué pasó con el reverso, con la parte de atrás, ese patio trasero de la exposición. Y resultó muy interesante porque descubrí varios fenómenos urbanos de la ciudad de Barcelona. Uno fue el crecimiento brutal de la inmigración procedente del resto de España para participar como mano de obra en la construcción de la propia exposición. Esa mano de obra llegó a una ciudad que no estaba preparada para ello. La administración pública, el mercado, no habían producido un parque de vivienda para ellos, y esa población, aun teniendo trabajo, tuvo que vivir en chabolas, barrios autoconstruidos de arquitectura muy precaria. Una parte importante de estos se ubicaron en la parte de atrás de la montaña de Montjuic. La zona de la montaña que mira a la ciudad se hizo bonita para acoger a la exposición, mientras esa parte trasera acogía miles de viviendas informales.

Durante aquellos años, Barcelona era conocida como Barrácopolis, porque tenía una población en barracas inmensa. Éste fenómeno se acentuó a partir de 1939, al final de la Guerra Civil. En la posguerra hubo una gran hambruna. El país estaba en ruinas y miles de personas del sur de España iban a ciudades como Madrid, Bilbao y Barcelona, que eran los focos industriales del país. Estos nuevos pobladores se sumaron a aquellos que ya vivía en barracas y el fenómeno se acentuó, llegando a tener una población flotante de unas 100,000 personas. Teniendo en cuenta que la ciudad de Barcelona contaba en aquel momento un millón de habitantes, nos encontramos con que un 10% de ellos vivía en alojamientos informales.

El proyecto analiza esto, pero, sobre todo, una particularidad: qué pasó con algunos de los pabellones nacionales y palacios expositivos que quedaron medio abandonados después de la exposición. Así descubrí un artículo llamado El estadio, el pabellón y el palacio –que es el título que yo le he puesto a mi proyecto—, donde Huertas Claveria —un joven periodista, el primero que habla del tema pues tienes que pensar que estamos en plena dictadura franquista, con un control muy férreo de lo que se publica— sube a la montaña de Montjuic y escribe que en el Estadio Olímpico, debajo de sus gradas, viven miles de personas amontonadas sin mínimas condiciones habitacionales, con familias separadas unas de otras sólo por sábanas. Mientras, en el Pabellón de Bélgica, que no había sido desmantelado, centenares de personas viven en su interior, que habían dividido. Además, el Palacio de las Misiones, construido en la Exposición de 1929 para mostrar las actividades caritativas de las Misiones Católicas en otros países, había sido convertido en esa época en un centro de internamiento de inmigrantes, esto es, una cárcel. En aquel momento existía una política represora por parte de la policía de la dictadura en la que, cuando un inmigrante llegaba a la ciudad, era detenido si no tenía un familiar que lo avalara o una empresa que dijera que le iba a dar trabajo. Si no podían probar estas cosas, se les internaba sin juicio en ese palacio de forma indefinida y, cada poco tiempo, se organizaba un tren que les llevaba de vuelta otra vez para su casa. Se calcula que esta ley duró más de 25 años y es un fenómeno poco conocido, que sólo algunos historiadores han atendido ahora, encontrando que al menos 15,000 personas fueron devueltas a su lugar de origen. Es sorprendente porque es una ley que ahora se aplica a los inmigrantes de fuera de la Unión Europea. Ahora, en Europa, existen los CIE (Centros de Internamiento a Extranjeros) que son lo mismo: se coloca a los inmigrantes sin papeles, que no han cometido ningún delito —según la ley, entrar a un país de forma irregular no es un delito, sino una falta administrativa— y que, por tanto, no deberían ser detenidos; se les interna; se les mete en una cárcel sin juicio, y se les devuelve en avión a sus países de origen.

Descubrir que la dictadura franquista aplicaba la misma política represora que ahora se hace con los ciudadanos de fuera de la Unión Europea me parecía un fenómeno poco conocido. Por ello, hemos recogido esa información y la hemos juntado con fotos y material de archivo en una publicación hecha con papel de periódico. Hemos editado miles de estos periódicos y lo hemos apilado ahí, en el pabellón, para que la gente que lo visita puede llevársela de forma gratuita y reconstruir ese pasado oscuro de todo el entramaje de la Exposición Universal.

Alrededor de esto realicé un juego de ucronía: imagino qué hubiera podido pasar si el pabellón no hubiera sido desmantelado; la instalación que te encuentras cuando visitas el espacio es un pabellón ocupado con restos de una vida de chabolistas: hemos quitado todos los elementos, como sillas, alfombras, cortinas y demás elementos de representación; luego, entre columna y columna del pabellón hemos puesto ropa tendida, además, hemos sustituido las sillas, diseñadas para que se sentaran los reyes como en el salón del trono, y hemos puesto dos sillas de formica, viejas y de segunda mano, muy populares. De esa manera, cuando el visitante entra en el pabellón se encuentra con una imagen muy sorprendente, como si el pabellón estuviera ocupado. Esto sirve como metáfora que acompaña a la investigación histórica sobre el reverso de la exposición.

PH: Ese reverso, esa otra historia, aparece de forma frecuente en tu trabajo: revisar la modernidad y ver cómo se ha cumplido o no. ¿Eso es lo que aborda la exposición en el MACBA?

D: La exposición puede ser leída de muchas maneras, pero podríamos decir que parte de una pieza que hice en 2012, una pieza dedicada a los icarianos, los seguidores de Étienne Cabet, un socialista utópico que a mediados del XIX intentan construir una sociedad utópica en Estados Unidos y que dura muy poco. Resulta un fracaso y no consiguen sus objetivos. Poéticamente, sin embargo, me parecía muy interesante que, al mismo tiempo que empieza el crecimiento del capitalismo y, por tanto, de la acumulación de capital, la acentuación de las diferencias de clase con la generación de gran cantidad de clase obrera en las ciudades, así como la radicalización de las formas de vida de los trabajadores, hubiera grupos de personas que creían en posibles alternativas utópicas. Mi proyecto es un homenaje con cierta melancolía. Realicé una estructura de madera con un rótulo pirotécnico que decía “Voyage en Icarie”, que es el título de la novela de Étienne Cabet donde imagina ese viaje a esa utopía: Icaria. Convocamos a la gente y encendimos el letrero, explotó, inundando de luz la plaza durante unos segundos para después consumirse y apagarse. Esa es la entrada a la exposición. Desde ahí es un caminar entre los intentos utópicos y sus contrarrelatos distópicos: cómo, desde la arquitectura, el urbanismo, la construcción colectiva, estas visiones entran en colisión con la realidad, con el sistema o con sus propios errores. Siempre hay un juego de ida y vuelta con esos proyectos, ya sean urbanísticos o a partir del control simbólico del espacio público, como pasa con los monumentos.

La exposición es un navegar entre la utopia y la distopía, entre las ideas y como trasladarlas a la realidad. Yo confronto esa modernidad occidental a los intentos, más o menos fracasados y fallidos, de plantear posibles alternativas. Me interesa, sobre todo, rescatar los relatos, las memorias, esas historias ocultas por el relato oficial de la Historia, y ese combate por crear alternativas donde los perdedores tienden a ser siempre los mismos.

PH. Entre la imagen ideal de lo moderno, has trabajado ocasionalmente con maquetas, con modelos que muchas veces confrontas al contexto ya construido. ¿Cómo opera para ti la maqueta?

D: La maqueta, cuando la realiza un arquitecto, siempre está planteada como un proyecto de futuro, una construcción de posibilidad: “construyo la maqueta y después el edificio.” En la maqueta, el arquitecto ensaya, presenta, muestra; el político se fotografía. Hay toda una representación optimista de algo que va a acontecer, incluso cuando se pueda quedar simplemente en proyecto, porque éste, por estar en esa fase, siempre tiene esa mirada positiva hacia el futuro.

Yo trabajo con maquetas de edificios que ya han sido construidos y juego con esa visión y la contraria: la maqueta posterior puede ser también como un fetiche, un souvenir de algo que no pasó. Me gusta jugar con toda la polisemia de significados que puede provocar la maqueta: como objeto simbólico, como posibilidad, como una ruina de lo que no llegó a ser.

PH: Otro de tus intereses es el de los monumentos derribados. ¿Cómo funciona el derribo de un monumento sobre el espacio público?

D: Si fuéramos rigurosos a nivel histórico, la modernidad empezaría en el siglo XVIII con el Estado-Nación, la Ilustración, el colonialismo y la implantación de la economía capitalista y cómo se expanden por todo el mundo estos modelos. Pero existe el inicio de otra modernidad, aquella que intenta construir alternativas al poder y que yo pongo en el derribo de la columna de la plaza Vendôme de París. Esto es un poco arbitrario, porque podríamos ir incluso un poco antes, con Fourier y los socialistas utópicos, pero yo lo coloco ahí porque casi todos los teóricos del momento consideran que la Comuna de París fue la primera revolución plenamente proletaria, donde el obrero es ese sujeto revolucionario. Y su acto simbólico más importante es el derribo de la columna Vendôme. Al cabo de unos meses, cuando se acaba la Comuna, se vuelve a levantar el monumento, que aún sigue ahí, representando lo de siempre: el poder de Napoleón, el del Imperio, el del poder establecido. Pero a mí el derribo me parece muy revelador, es una forma de construcción diferente del espacio: vaciándolo del monumento, se libera su control simbólico por parte del poder oligárquico.

Lo que ocurre en París es algo que también pasa en 1936 en Barcelona. Cuando se inicia la breve revolución anarquista ese año en la ciudad, lo primero que hacen los anarquistas es derribar los monumentos que representan tanto a esclavistas —los grandes burgueses que se habían enriquecido con el comercio de esclavos— como a políticos, como el General Prim, un general catalán que llegó a ser Primer Ministro de España y que era un personaje muy respetado por una parte de la sociedad catalana burguesa y tradicional. Pese a que Prim bombardeó la ciudad de Barcelona para aplastar una revuelta popular, el poder y las clases altas le hacen un monumento, mismo que es derribado en 1936, para fundirlo y convertirlo en balas con las que ir a luchar contra el fascismo. Al final de la guerra, cuando se produce la victoria franquista, se reproduce la estatua y se vuelve a colocar. Y ahí permanece. Es lo que pasa con la historia, que es un tejer y destejer constante.

Pero esa imagen me parece muy interesante: el derribo me parece una forma de creación artística; ciertas formas de iconoclastia son formas de creación artística colectiva y, al mismo tiempo, son formas de liberación del espacio. El derribo, el acto iconoclasta, es la afirmación de una forma de auto afirmación del control simbólico del espacio público. Y la exposición recoge también algunos de mis trabajos sobre la iconoclastia, sobre cómo los monumentos, en los movimientos revolucionarios, son derribados y cómo, cuando se restablece el poder, son restituidos.

PH: En ese sentido, ¿podría ser leída la ucronía que planteas en tu intervención en el pabellón como un gesto también inconoclasta?

D: Podría serlo. Siempre he pensado que al pabellón había que insuflarle vida. Me parece un lugar estéticamente fantástico, pero siempre faltado de vida. La arquitectura de Mies van der Rohe es tan perfecta que es una arquitectura donde es muy difícil que aparezcan rastros de la vida humana, de la memoria de la gente que la ha habitado. Y en el caso del pabellón aún más, porque nunca fue habitado; es simplemente un dispositivo de representación. Y sí, podría ser un gesto iconoclasta al subvertirlo de esta manera.

PH: Ya has comentado que estás interesado en esos espacios o arquitecturas que plantean alternativas a las establecidas por el poder. A partir de tus investigaciones, ¿crees que se puedan plantear modelos alternativos al capitalismo contemporáneo?

D: Es muy complicado decirlo. Yo juego con el concepto de historia que establece Walter Benjamin, donde revisar la historia sólo tiene sentido si es una herramienta de combate político del presente. Desde mi óptica como artista e investigador, me interesa estudiar qué ha pasado con esos proyectos para resituarlos en el presente, para que puedan ser discutidos. ¿Alternativas? No sé, es muy difícil que uno tenga posibilidades de articularlas. Pero sí puedo aportar complejidad, capas de significado para que entre todos podamos imaginar y reimaginar alternativas.

Mis proyectos no son impugnaciones, sino análisis críticos. Me interesa pensar que siempre hay posibilidades de intentar estas aventuras de realidades alternativas. Para mí es muy importante traer al presente esas historias y relatos para tener más elementos de juicio cuando intentemos crear esas alternativas. Y yo creo que siempre hay que intentarlo, aunque parezca muy difícil. Pero en la exposición eso también lo confronto con producciones directamente distópicas realizada por parte de los poderes establecidos. Una de las piezas, llamada Ciudad Futura, habla de una réplica a escala 1:1 de una ciudad palestina, usada tanto por el ejercito israelí como el norteamericano como espacio de entrenamiento militar para la guerra urbana, y que yo la planteo como la imagen de un futuro distópico.

En esta fase, que algunos denominan la fase final del capitalismo, donde se ha impuesto un relato único, los estrategas militares y políticos, ligados a los grandes poderes, imaginan ya la ciudad como el campo de batalla futuro. Las batallas ya no serán entre países sino entre el poder establecido y los desposeídos que habitan en los márgenes de las grandes ciudades. Esas masas de personas al margen de los beneficios del sistema y que algunos creen que pueden llegar a generar explosiones de violencia social. El I+D militar comienza a pensar ya cómo operar en el espacio urbano como campo de batalla. Eso lo confronto con esa realidad histórica, con los intentos futuros de crear a través de la construcción de espacio urbano de lugares donde vivir con igualdad y justicia social. Esta dialéctica es la que mueve toda la exposición.

 

Enlace con la publicación:

Ni aquí ni en ningún lugar. Conversación con Domènec

Entrevista con Domènec (vía e-mail) / Maria Victoria T. Herrera (Perro Berde, Manila 2019)

publicado en Perro Berde (Manila, Filipinas, 2019).

 

En febrero de 2019, la Ateneo Art Gallery acoge la exposición de Domènec titulada Ni aquí ni en ningún lugar, organizada en colaboración con el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y con el apoyo de la Embajada de España en Filipinas. La exposición incluye obras seleccionadas de la muestra del MACBA, así como dos nuevas obras creadas por Domènec tras una visita de diez días a Manila y a modo de respuesta al contexto filipino. Es también uno de los ponentes que participan en las charlas de arte de la Feria de Arte de Filipinas de 2019. El siguiente cuestionario explora su trayectoria y sus percepciones sobre el rol de los artistas en la revisión del pasado, la reevaluación de la historia y la recuperación de la voz de los sin voz.

ATENEO ART GALLERY:
Especialmente para los lectores filipinos, ¿puedes darnos una visión general de tus comienzos o de tus primeros años como artista?

DOMÈNEC:
Mis años de aprendizaje coinciden con los últimos años de los ochenta; mi primera exposición relevante es de 1989.

En 1975, el dictador muere después de cuarenta años en el poder y comienza un periodo de transición. Transición hacia una democracia llena de conflictos y tensiones entre las estructuras oligárquicas y conservadoras que buscan, y en parte logran, mantenerse en el poder, y el deseo de la población en general, mujeres, trabajadores, estudiantes… de iniciar un cambio profundo y radical. Este periodo de agitación política, que experimento intensamente como estudiante de bachillerato, podríamos decir —simplificando un poco— que termina en 1982, cuando el Partido Socialista gana las elecciones por mayoría absoluta. Por primera vez desde 1939, España está gobernada por un presidente que no tiene nada que ver con la dictadura fascista. Fue el comienzo de un periodo de euforia que resultó de un acto de olvido colectivo, en el que nadie sería juzgado por los crímenes de la dictadura (todavía hay decenas de miles de cadáveres sin identificar en fosas comunes diseminadas por todo el país).

En el contexto del arte, este periodo de euforia, amnesia y superficialidad coincide con una burbuja especulativa del mercado del arte. Las universidades y escuelas también participan, en cierto modo, en este proceso, interrumpiendo la transmisión del conocimiento entre nuestra generación y la generación de artistas españoles de los setenta, mucho más implicados en prácticas artísticas comprometidas con la experimentación, la crítica social o el compromiso político.

Podríamos decir que fue a finales de los años ochenta y en la primera mitad de los noventa cuando algunos jóvenes artistas empezaron a configurar otras formas de trabajar más allá de los parámetros establecidos por las instituciones públicas y el mercado del arte de la época, empezando, entre otras cosas, a reconstruir la relación con la tradición local del arte conceptual y político. El trabajo de artistas como Francesc Abad (1944), por ejemplo, que fue absolutamente invisible durante los ochenta, resultó fundamental en los noventa para volver a introducir la recuperación de la memoria de las víctimas de la dictadura, con su proyecto El Camp de la Bota.

AAG:
¿Qué circunstancias te condujeron a tu práctica artística actual? ¿O qué te llevó a centrarte en la modernidad, la arquitectura y el urbanismo como focos de interés y de crítica?

D:
Siempre me ha interesado mucho la arquitectura, al igual que la historia contemporánea y la teoría política, pero fue hace más de veinte años, a mediados de los noventa, en un momento histórico caracterizado por el triunfo del capitalismo global y la aparente derrota de todos los intentos de construir escenarios alternativos, cuando empecé a preguntarme, a través de mi práctica artística, sobre el papel del artista en la sociedad y sobre mí mismo como sujeto contemporáneo.

De las prácticas artísticas, la arquitectura es la que, de forma más radical y a veces incluso traumática, afecta a la vida cotidiana de las personas y al mismo tiempo está atravesada por todos los conflictos y contradicciones políticas. Esto la convierte en un territorio ideal para analizar cómo se materializan los diferentes procesos de la modernidad, incluso cuando chocan diferentes «modernidades».

La relación íntima, compleja, peligrosa y a menudo contradictoria que establece la arquitectura con la ideología y las utopías sociales, por un lado, y con el poder oligárquico, el mercado y la especulación, por otro, constituye un campo perfecto para desplegar la práctica artística contemporánea como proceso de análisis y crítica.

Justo cuando las utopías habitacionales derivadas de la Carta de Atenas (1933) naufragan completamente en las periferias metropolitanas de todo el mundo, es más pertinente replantear la cuestión de cómo vivir juntos.

AAG:
¿Cómo comienza un proyecto de arte para ti? ¿Qué te interesa para seguir investigando sobre un tema específico o un acontecimiento o periodo histórico?

D:
Esto depende de muchas variables, pero podríamos decir que hay dos tipos de proyectos. Proyectos autogenerados, es decir, proyectos que son el resultado del proceso general de mis investigaciones e intereses, y proyectos generados desde un contexto, ya sea social, geográfico, político o específico. Por ejemplo, un proyecto sobre arquitectura utópica soviética como Conversation Piece: Narkomfin sería un ejemplo de la primera tipología. Nunca he estado en Moscú y, por lo tanto, el proyecto no responde a una reacción a un contexto específico, sino a un proceso de reflexión más general sobre los límites del proyecto de la modernidad.

Por otro lado, la larga serie de proyectos sobre el contexto de Israel y Palestina (Real Estate, 48_Nakba, Erased Land o Baladia Future City) son el resultado directo de una intensa relación con un contexto geográfico específico, iniciada con una invitación de Nirith Nelson, comisaria israelí, para trabajar en ese lugar. Muchos de mis proyectos empiezan de esta manera, con una invitación a permanecer en un nuevo contexto. Una vez encendida la mecha, comienzo un proceso más o menos largo de inmersión e investigación en ese contexto. Aplico lo que llamo un proceso de investigación «bastardo», que funciona a muchos niveles, desde la experiencia física del lugar, el recorrido, la observación y la escucha, hasta la conversación con todo tipo de personas y agentes —desde el vendedor ambulante de comida hasta el activista político, desde el taxista o el refugiado hasta el periodista o el académico— o la consulta de archivos históricos o lecturas especializadas. Finalmente, el proyecto resultante es una especie de «respuesta» al lugar.

AAG:
En el ensayo del catálogo se señala que ves la arquitectura como un «inconsciente político». ¿Puedes desarrollar esto?

D:
Hay una frase que define perfectamente este concepto: «Ningún edificio es inocente». Un análisis formalista y académico de la arquitectura centraría su interés en las cualidades formales y estéticas de los edificios, como si fueran cuerpos abstractos, pero ningún edificio es inocente. Su «inconsciente» está cargado de conflictos políticos, de dramas humanos ocultos, de historias de vida de los trabajadores que lo construyeron, de los que lo habitaron… Este «inconsciente» es lo que me interesa y lo que intento rescatar en mis proyectos, como, por ejemplo, en el proyecto Rakenjan Käsi (La mano obrera) que hice en Helsinki. En lugar de centrar mi investigación en el edificio Kulttuuritalo (Casa de la Cultura, 1952), diseñado por Alvar Aalto, todo mi interés se centró en recuperar la voz y la memoria de los trabajadores voluntarios que dieron generosa y gratuitamente más de 500 000 horas de sus vidas para la realización del proyecto. Mi proyecto plantea la cuestión de por qué la contribución fundamental de estos voluntarios ha sido olvidada en los relatos oficiales.

AAG:
¿Cómo ves tu papel hoy como artista con relación a las «conversaciones» con iconos de la arquitectura y proyectos modernistas en los que te has embarcado?

D:
He trabajado en torno a los paradigmas arquitectónicos de la modernidad, con una lectura crítica de las construcciones simbólicas de Alvar Aalto, Mies van der Rohe o Le Corbusier, en un intento de identificar la arquitectura como el «inconsciente político» de la modernidad. Como ya detectó Walter Benjamin, los proyectos de los arquitectos constituirían la mejor encarnación de todos esos sueños de una modernidad impotente para cumplir sus promesas de emancipación y bienestar para todos. Irónicamente, las contradicciones entre el programa ideológico y la realidad política se hacen más evidentes en los proyectos de vivienda social.

Trabajo con el concepto de historia establecido por Walter Benjamin, según el cual revisar la historia solo tiene sentido si es una herramienta de combate político para el presente. Me interesa estudiar qué ha pasado con estos proyectos para volver a situarlos en el presente, para que puedan ser discutidos; aportar complejidad, capas de sentido, para que juntos podamos imaginar y reimaginar alternativas.

AAG:
Tu visita de investigación a Manila el pasado julio de 2018 fue bastante breve, pero pudiste explorar y desarrollar un nuevo proyecto. ¿Te llevaste nuevas impresiones de Filipinas o Manila durante esta visita de diez días? ¿Puedes contarnos algo más sobre el nuevo proyecto en el que estás trabajando para la exposición de la Ateneo Art Gallery?

D:
Sí, mi primera visita a Manila, y primer contacto con el contexto de Filipinas, fue bastante breve, pero intensa. Debo admitir que mi conocimiento previo era muy pobre. El contexto filipino parece realmente interesante y complejo, con muchas capas de sentido que coexisten en la misma situación espacio-temporal.

Me sorprende lo ignorantes que somos nosotros, los habitantes de España, sobre nuestro pasado colonial, sus consecuencias y las responsabilidades que de él se derivan. A pesar de que el último proceso de descolonización de los territorios del norte de África tuvo lugar en los años setenta, todavía no ha habido un debate importante en la opinión pública. Solo recientemente hemos empezado a revisar y cuestionar a algunas de las figuras importantes del último periodo colonial en América (Cuba y Puerto Rico) y Asia (Filipinas), como Antonio López y López, el marqués de Comillas, un hombre de negocios muy bien relacionado con el poder político y la monarquía, fundador —entre otras grandes empresas— de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, y que cimentó su fortuna dedicándose a la trata de esclavos en Cuba. Las grandes fortunas de la burguesía barcelonesa del siglo XIX y la riqueza industrial de Cataluña, por ejemplo, se basan en la esclavitud y la explotación de los recursos naturales de los territorios colonizados.

En mi trabajo me ha interesado cómo, más allá de la ocupación territorial y el saqueo de la riqueza natural y de los cuerpos, el colonizador también «coloniza» las imágenes culturales de los colonizados, apropiándose de sus referentes, embruteciendo a la población y construyendo una historia exotizante, en la que el colonizado es presentado como un «salvaje» que necesita la intervención «civilizadora» del colonizador a través de su aparato educativo, ideológico y militar.

Ser de un lugar que ya no existe. Domènec

Ser de un lugar que ya no existe e incluso nacer y morir en un lugar que ya no existe. Ser de un lugar que según los mapas oficiales del estado de Israel nunca existió. Ellos conservan las llaves de las casas, pero son llaves que ya no abren ninguna puerta.

Centenares de miles de palestinos viven atrapados en el Limbo (1). Este limbo tiene diferentes nombres tales como Arrub, Kalandia, Campo Nº1, Balata, Shu’fat, o Far’a en Cisjordania; Jabalia, Rafah, o Beach en la franja de Gaza o el tristemente famoso de Chatila en Líbano… y un único estatuto: Campos de refugiados bajo la administración de la UNRWA (United Nations Relief Work Agency: oficina para los refugiados palestinos de las Naciones Unidas) (2). Este limbo tiene casi siempre una estructura urbana laberíntica y en este laberinto viven, nacen y mueren atrapados los refugiados. Llevan allí cerca de 60 años y no consiguen encontrar la salida.

Vivir en un campo de refugiados es lo más parecido a vivir en un permanente No Lugar, un espacio suspendido en un tiempo suspendido, diseñados y construidos para dar cobijo temporal a los desplazados, con un perímetro definido y no ampliable, fueron en sus inicios campamentos de tiendas, –igual que la mayoría de los campos de refugiados que aún hoy se levantan para dar cobijo a las víctimas de un desastre natural o a la población desplazada por un conflicto armado– y pensados para un corto periodo de tiempo, unos meses, tal vez unos años.

Los refugiados palestinos vivieron diez o doce años en tiendas esperando el regreso a sus casas, pero este regreso no llegaba, y poco a poco estas tiendas fueron substituidas por pequeñas chabolas, pequeñas viviendas de autoconstrucción, nadie diseñó un plan urbanístico, nadie dibujó ni calles ni plazas… hay solamente estrechos y oscuros pasajes entre ellas, angostos desfiladeros donde sólo puedes circular en fila india; y seguían pasando los años, veinte, treinta, cuarenta… y nacían niños; la población aumentaba, pero el perímetro del campo no, había que ampliar las viviendas, construir más habitaciones, y estas chabolas empezaron a crecer en altura, nuevas construcciones crecían en las azoteas y al poco tiempo otras aparecían encima de éstas.

Seres humanos convertidos en rehenes de la historia viven, nacen y mueren en una área de tránsito. Como en una película de ciencia ficción habitan en una realidad paralela. Cuando un niño nace en el campo de refugiados de Shu’fat (en la periferia de Jerusalén Este), acontece un fenómeno extraño: en realidad no nace allí, nace en Beit Natif, o en Lifta, aunque Lifta lleve 60 años siendo simplemente un montón de escombros y ruinas en la periferia de Jerusalén Oeste. Cuando preguntas a una niña del campo de Balata de dónde es, te responde sin dudarlo un segundo, de Ras Al Ayin o de al-Shaiykh Muwannis, aunque si buscas estos pueblos en un mapa nunca los encontrarás.

Una mujer refugiada en este mismo campo de Balata desde hace más de cincuenta años, describe con todo lujo de detalles la casa familiar en Jammasin Al Garbiye mientras nos muestra decenas de documentos que acreditan su propiedad; afirma: “frente a la casa había un gran árbol…¡y aun esta allí!”. Allí, –hoy periferia de Tel Aviv–, no hay nada, ni casa ni árbol, sólo hay charcos y grúas y a pocos metros dos rascacielos en construcción diseñados por Philippe Stark.

Tomando café con un muerto

En el campo de refugiados palestinos de Far’a, en Cisjordania, estuvimos tomando café con un muerto “Yo estoy muerto, hace 60 años que estoy muerto. Si a una persona le quitan la tierra le quitan la dignidad, y una persona sin dignidad es una persona muerta” nos dijo al final de la conversación. Estábamos allí para grabar en video sus recuerdos; durante un par de horas él y su mujer nos habían contado dónde y cómo vivían antes de 1948, antes de que aconteciera el desastre, la Nakba (3). Lo recordaban todo: la casa, el río, los campos cultivados, los tomates, los pepinos, las berenjenas… y cómo fueron obligados a macharse, y cuando al poco tiempo llegaron a Far’a y vivieron diez años en una tienda de campaña, después en una chabola –ahora la chabola es ya algo parecido a una casa– y ya van 60 años, 60 años esperando regresar a lo campos cultivados cerca del río donde crecían los tomates, los pepinos, y las berenjenas… “¡La única opción es el regreso!” insistía una y otra vez. Unos días después fuimos allí: no había campos cultivados, ni tomates ni berenjenas; el río sí que estaba, flanqueado por un agradable parque urbano, el Yarkon Park, que cruza de Este a Oeste el norte de Tel Aviv, era sábado y decenas de despreocupados ciudadanos practicaban algún deporte, paseaban o jugaban con sus hijos sin percatarse de la presencia de sus vecinos: El hombre muerto que tomaba café y su mujer que, aunque no se han movido del campo de refugiados de Far’a en 60 años, nunca han dejado de cultivar tomates y berenjenas en este lugar.

(Jerusalén, 2007)

Anotaciones:

(1) El Limbo: un estado, o un lugar, en los bordes del infierno, a donde irían los que, no habiendo cometido ningún pecado por sí mismos, cargan con la culpa del pecado original.

(2) Según el último censo hay 4.448.430 refugiados palestinos repartidos entre los Territorios Palestinos Ocupados, Jordania, Siria y el Líbano. Aproximadamente una tercera parte (1.300.000) viven en 58 campos de refugiados bajo administración de la UNRWA)

(3) Nakba, en árabe significa literalmente “catástrofe” y con ella los palestinos designan la guerra posterior a la proclamación del estado de Israel en 1948 y que tuvo como consecuencia el expolio y exilio forzoso de unos 750.000 palestinos, expulsados de sus tierras por las milicias sionistas, así como la demolición de centenares de pueblos palestinos y la eliminación de sus nombres de los mapas. Desde 1998 los palestinos “celebran” el día de la Nakba el 15 de mayo, el mismo día que los israelíes celebran el día de la declaración de independencia del estado de Israel.

 

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Mientras tanto, Domènec… / Juan José Lahuerta

Mientras tanto, Domènec…

Juan José Lahuerta

Texto para la publicación «The Stadium, the Pavilion an the Palace. Domènec, an intervention at the Barcelona Pavilion» editado por la Fundació Mies Van der Rohe, Barcelona 2023

 

En general, cuando se comenta la obra de Domènec, se la interpreta como una reflexión sobre el fracaso de la vanguardia -en particular de la vanguardia arquitectónica-, la cual habría sucumbido bajo el peso de sus propios planteamientos utópicos. Esta interpretación, bastante común, como digo, parte de una suposición que no suele discutirse, a saber, la de la buena fe de la vanguardia. Sus grandes planes de emancipación de la humanidad, en efecto, se habrían visto frustrados por culpa de una especie de insuperable desajuste entre la ambición de sus proyectos y la miserable realidad de un mundo no preparado para hacer uso de ellos ni, menos aún, para comprenderlos. La historia de la ascensión y caída del Movimiento Moderno, escrita operativamente por sus mismos protagonistas, en la que la ascensión se presenta como una leyenda heroica y la caída, demasiado evidente para poder ser negada, se congela en una espera sin fin, en un eterno cogito interruptus en el que siempre tienen cabida “segundas vanguardias”, “terceras vanguardias”, etc., acaba haciendo de sus arquitectos una especie de colonos o buenos salvajes, no menos ingenuos que aquellos que, sin haber nunca alcanzado a saber porqué el mundo entero estaba en contra suya, encontraron en su nobleza la causa de su muerte -una muerte en general lenta y llena de melancolía-, y de su arquitectura un collar de piedras preciosas cuyo brillo no redime, como se pretendía, pero consuela -al menos a los pocos a los que les es permitida la entrada en los jardines privados de esa “arquitectura moderna”. En definitiva, que las vanguardias arquitectónicas -las “clásicas”, las “segundas”, las “terceras” …- han sido víctimas de la incomprensión de la sociedad, de la historia, del mundo.

Pero basta mirar con un poco de atención los trabajos de Domènec para advertir enseguida que, si muchos de sus comentaristas forman aún parte de esa interpretación legendaria de la historia, él no. Creer en la buena fe de las vanguardias, en la ingenuidad de los arquitectos, vistos siempre como profetas inatendidos cuyas voces claman en el desierto, en la persistencia necesariamente endogámica de una “arquitectura víctima”, no forma parte de sus intenciones, sino más bien todo lo contrario. Las obras del Movimiento Moderno que ha escogido para desarrollar sus proyectos muestran perfiles bien elocuentes: edificios que tenían que dar solución al “problema de la vivienda”, como el Narkomfin y la Casa Bloc; o que se convertían en metáforas de la regeneración de la sociedad a través de la cura literal de sus individuos enfermos, como ocurría en los sanatorios antituberculosos de Paimio y de Barcelona; o que, en el arranque de la Guerra Fría, cuando las fronteras de los bloques aún no estaban del todo trazadas, se exhibían como resultado de algún tipo de nuevamente alcanzada obra colectiva, como en la casa de la cultura de Kallio; o como monumentos -a la III Internacional, a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht– de una nueva era siempre en marcha -esa fue la época de los “movimientos”, el “moderno” entre ellos-, la cual, sin embargo, tal como tiene ya sus mártires, tiene también su arquitectura -o sea, como siempre, sus lastres más pesados: momias y pirámides.

No voy a entrar aquí en la complejidad específica de cada uno de estos proyectos de Domènec, mucho mayor de la que puede deducirse de su mero inventario -en el que ni siquiera he respetado la cronología-, pero sí quiero señalar que el modo en como él mismo los relaciona entre sí, ya debería hacernos pensar en “otra” historia, o, mejor aún en otro “presente”.

A veces, esta relación se produce en forma de círculo que se cierra, como cuando Domènec nos propone un uso terrenal para unas obras cuyo resplandor sólo podía venir de las alturas, producirse en los cielos -unos cielos, bien entendido, sembrados de estrellas de acero. Que un monumento, el dedicado a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, se transforme en un ejemplo de existenzminimum, hace que los extremos de sus preocupaciones se toquen: el solemne bloque de ladrillos del monumento se despoja de sus símbolos, se redimensiona y ahueca para convertirse en un habitáculo que ya señala hacia aquellos otros bloques de viviendas mínimas -Narkomfin, Casa Bloc- que vendrán “después”. Después, digo, porque no tengo duda de que Domènec interpreta la ocupación del monumento como una forma de resistencia frente a la “resolución científica” de la habitación humana. Ésta última, en efecto, lo que propone es que los habitantes lleguen a sus viviendas para aprender a habitar, para ser moldeados por las reglas que las propias viviendas les imponen como comparsas de un habitar abstracto, objetivo, siempre nuevo, pero siempre igual -ese es, ni más ni menos, el modo en que la utopía se consume (literalmente en forma de fuego fatuo) en el mercado-, mientras que la primera, en cambio, exaltando su condición de refugio, su estado sin Estado, perfectamente circunstancial y pasajero, de lo que habla es de la capacidad humana para sobreponerse a cualquier monumento -o sea, a cualquier imposición, a la presencia fantasmagórica de las momias y al peso aplastante de las pirámides- y para “hacerse a sí misma”, sin necesidad de profetas -o de vanguardistas. Este monumento minimizado me trae a la mente aquellos personajillos, siempre harapientos, que pululan entre las ruinas romanas en los grabados de Piranesi: no están ahí, como suele repetirse, para declarar, en su pequeñez, la escala imponente de los monumentos antiguos, sino al contrario, lo que hacen es demostrar la fragilidad de esos mismos monumentos, vencidos por la ínfima raíz de la brizna de hierba que arraiga en sus grietas y, mientras tanto, asaltados y conquistados por unos cuerpos de carne y hueso, esforzados y dolientes -libres-, que se hacen hueco en ellos.

Y, otras veces, esa relación es desarrollada en forma de “montaje dialéctico”, como cuando descubrimos los paralelismos -pero paralelismos que exaltan los contrastes, paralelismos que rechinan- que se dan entre esos ejemplos canónicos de las vanguardias a los que me acabo de referir, y “otros” casos, ciertamente semejantes, análogos, que Domènec ha utilizado en sus proyectos. El más claro es el del polígono de Les Minguettes, construido en los años sesenta en los suburbios de Lyon, puesto directamente en relación con sus antecedentes de los años veinte y treinta -Narkomfin, Casa Bloc-, y al que me referiré inmediatamente. Antes quiero señalar los proyectos que Domènec ha desarrollado en relación con Palestina, y que son los que de una manera más palmaria y, sin duda, más terrible, muestran la violencia intrínsecamente contenida en la disciplina urbanística y la realidad de la arquitectura como “rostro del poder”. Las aspiraciones renovadoras de la arquitectura de vanguardia escogida por Domènec, que se proclamaba construida sobre la tabla rasa de una sociedad “nueva” conformada por esta misma arquitectura, se reflejan dolorosamente en las destrucciones de los poblados palestinos en los territorios ocupados por Israel, que no sólo consistieron en arrasar sus casas y expulsar a sus habitantes, sino en borrar sus nombres, convirtiendo en siniestra realidad -o híperrealidad- ese concepto tan querido por la arquitectura y el urbanismo de vanguardia: el nettoyage. Le Corbusier, por ejemplo, escribió que Adolf Loos, autor de “Ornamento y delito”, “barrió bajo nuestros pies, fue una limpieza [nettoyage] homérica… A través de aquella limpieza [nettoyage] Loos influyó en nuestro destino arquitectónico”. ¿Cómo podrán ser el urbanismo y la arquitectura que surjan del aterrador nettoyage -de esa limpieza en verdad homérica, en verdad correspondiente a un “espíritu nuevo”-, que se hizo con los poblados palestinos si no, sin remedio, modernos? Tabla rasa por tabla rasa, alguien podría pensar, y, en efecto, alguien lo ha hecho, que la confrontación que la obra de Domènec propone entre estos casos -en apariencia- extremos y aquellos otros clásicos, admirados por todos, da por supuesto que los primeros son una degeneración de los segundos, su depravación. Frente a la tabla rasa que resulta de asolar los pueblos palestinos hasta más al fondo de sus cimientos, de borrar sus lugares y sus nombres de los mapas -topografía y toponimia negativas, fantasmales-, la tabla rasa de las vanguardias clásicas sería tan sólo una metáfora, bella si la pensamos en términos de utopía, conmovedora si lo hacemos en términos de fracaso -utopía o fracaso, la banca de los héroes siempre gana.

Sin embargo, el acercamiento que en la obra de Domènec se produce entre el modelo inmaculado y su perversión, no permite pensar en contrarios. Más bien lo que nos dice es que la perversión ya estaba contenida en el modelo: es decir, que el modelo mismo era perverso. ¡Y cómo! En su memoria del proyecto Baladia Ciudad Futura, Domènec se refiere a una entrevista que el arquitecto Eyal Weizman hizo a Avi Kokhavi, comandante e instructor de las fuerzas especiales de intervención de Israel y responsable de operaciones militares como las llevadas a cabo en la casba de Nabus o en el campo de refugiados de Balata, y también arquitecto. Durante la entrevista, Weizman, nos dice Domènec, “constata con sorpresa que las bases teóricas utilizadas por el ejército israelí para desarrollar las nuevas técnicas militares de la guerra urbana se basan de forma recurrente en textos de Gilles Deleuze y Félix Guattari y el situacionismo, entre otros, y se pregunta por el uso de estas teorías críticas como ‘herramientas’ en manos de los pensadores militares”. ¿Sorpresa? Bastaría, para alejar cualquier sorpresa, empezar preguntándose de qué, exactamente, son vanguardia las vanguardias, teniendo en cuenta el modo en que siempre han exaltado la tabla rasa, la abundancia con la que siempre han usado los prefijos de desposesión -de, des…-, erigiéndolos en pilares lingüísticos de sus proyectos ideológicos, o la obsesión fanática con la que han reconstruido retroactivamente la historia, convirtiéndola en una tierra de tesoros lista para su saqueo. La confusión entre “arte y vida” que las vanguardias siempre han proclamado -llamándola “síntesis”-, ¿no tendría en su uso “militar” -al fin y al cabo, de ahí viene, como bien se sabe, el término “vanguardia”- su culminación? La vanguardia sería, en efecto, la continuación de la “vida” por otros medios -aunque hay que decir que esos medios son los de la muerte. Ante semejante “sorpresa” no puedo dejar de pensar -y se trata tan sólo de un ejemplo entre muchos- en lo que decía Martin Damus analizando los happenings de los años sesenta, precisamente: que si la condición primera del happening está en la sujeción de los participantes a las reglas del juego establecidas por el artista, hay algunos casos en los que ni siquiera retirándose, el participante podría liberarse de esas reglas, como por ejemplo cuando el “acontecimiento” consistía en abandonar a los participantes en plena noche, desorientados, en medio de un bosque. En mayo del 68, recuerda, en fin, Damus, la policía de Berlín practicó ese juego “en serio” para aterrorizar -aún más, si cabe- a sus detenidos.

Pero antes he dicho que me referiría, aunque tendrá que ser brevemente, al proyecto de Domènec sobre Les Minguettes. Lo que surge de lo que Domènec nos presenta no es muy distinto de lo que acabo de comentar, aunque ahora mirado desde el punto de vista contrario. Me explico. Les Minguettes es un grand ensemble de las afueras de Lyon construido en los años sesenta para “acoger” -así suele decirse- población inmigrante proveniente, sobre todo, de las antiguas colonias francesas –“acoger”, en fin, “carne de cañón” en bloques y torres de vivienda masiva y mínimos servicios. Su historia corre paralela a la de otros polígonos de este tipo en Francia o en otras partes del mundo: convertidos pronto en símbolos de marginación, desintegración social, delincuencia y violencia urbana, serán sometidos a demoliciones totales o parciales, las cuales, transformadas en gran espectáculo retransmitido en directo, constituirán una suerte de “auto de fe” de una modernidad histriónicamente contrita y penitente -o sea, como siempre, hipócrita. Sin embargo, la historia que Domènec cuenta en su trabajo, es sutilmente otra: resulta que la “inestabilidad” de Les Minguettes -pero podríamos extenderlo a otros casos- tiene su origen en los movimientos sociales que surgieron allí desde principios de los años ochenta, centrados, sobre todo, en el combate y la denuncia de un racismo cuya fuente primera está en la propia organización institucional de la sociedad. El “regreso al orden” tiene, pues, como siempre ha tenido, dos tiempos, sirviendo el primero de justificación del segundo: uno, de estigmatización de la protesta; dos, de voladura de su mundo material, de su humus -dejando así claro ante los millones de espectadores que vieron cómo aquellos bloques se hundían instantáneamente en una gran nube de polvo con sólo apretar un botón, quién tiene el monopolio de la destrucción.

En las historias de la arquitectura y del urbanismo, y esto también lo recuerda Domènec, las demoliciones de estos polígonos han sido interpretadas como el símbolo del fracaso de aquellas utopías del Movimiento Moderno de las que hablábamos, etc. etc. …no voy a volver a ello. Ya he dicho que Domènec nos ofrece el otro punto de vista, porque, aquí, en verdad, ¿qué fracasa? Si hay dos libros fundacionales en la historia de la arquitectura y el urbanismo modernos, son los que Le Corbusier publicó en los años veinte: Vers une architecture y Urbanisme. En el segundo, tras un homenaje a Luis XIV, “el gran constructor”, concluía declarando que “no se revoluciona revolucionando; se revoluciona solucionando”; en el primero, más claramente aún, tras plantear el dilema entre “arquitectura o revolución”, proclamaba que “se puede evitar la revolución”, asignando a la arquitectura unos poderes lenitivos que, al fin y al cabo, acabarían no sólo igualando arquitectura y vida -mediante la subsunción de la vida en la arquitectura: el ser humano como un momento intermedio en la evolución del mono a la arquitectura, tal como decía Bataille,- sino igualando además al arquitecto con el gran manager que la modernidad necesita y reclama. Viendo las voladuras de los bloques y torres de los polígonos, de los grandes ensembles, se diría, sin embargo, que no, que la revolución no puede ser evitada o, al menos -no seamos tan optimistas-, que la arquitectura no lo puede todo, que no atempera, que no mitiga. ¿De qué clase de fracaso estamos, pues, hablando? ¿Quién o qué, exactamente, fracasa? ¿Una noble utopía? ¿O fracasa un “plan”? Acabo de referirme a Le Corbusier, pero quiero llegar a Mies. En la época en que estaban construyendo sus edificios de la Weissenhoff de Stuttgart, el primero le dijo al segundo en una carta -confidencialmente- que estaba orgulloso de que ambos fueran acusados de poetas por los arquitectos funcionalistas, por los arquitectos de la máquina. “Me han dicho infinidad de veces desde hace dos años: ‘Cuidado, usted es un lírico, usted está delirando’”, escribía Le Corbusier en aquel año de 1927. ¿Quiénes le decían tal cosa? O, mejor: ¿cómo se construye, a partir de semejante acusación, perfectamente quimérica, la historia de la ascensión y caída de la arquitectura moderna? Lirismo y delirio: estos son los extremos del “plan” de la “arquitectura víctima”.

Toda la obra de Domènec, en fin, se nos presenta como un desvelamiento de las estrategias del capitalismo a través de la arquitectura y del urbanismo de vanguardia, incluso en aquellos lugares en los que pocos han escarbado. ¿Qué decir, por ejemplo, de su trabajo sobre la casa de la cultura de Kallio, levantada por voluntarios que, como él mismo nos indica, “regalaron más de quinientas mil horas de sus vidas” para construirla, pero de la que sólo se recuerda el nombre de su arquitecto, como si fuera un nuevo Zeus del que Palas, su obra, hubiera surgido de su cabeza, completamente acabada? Aquí ya no se trata sólo de fracaso, sino de fraude. “En los libros figuran los nombres de los reyes”, pero, ¿quién, en efecto, construyó “Tebas, la de las Siete Puertas”? Ya sabemos que esclavos. Lo que tal vez no sepamos, o en lo que no hemos parado, o en lo que no hemos querido pensar, es que muchas obras modernas las construyeron también esclavos: Domènec, aquí y allá, en el lugar más inesperado, en la arquitectura que más enamora a los amantes de la “forma” -en el panóptico, por ejemplo-, nos lo trae a la memoria.

*

Si, como acabo de decir, la obra de Domènec, en general, nos pone en guardia frente a las utopías de liberación de la vanguardia y frente a las responsabilidades del urbanismo y la arquitectura en los terrores modernos, su intervención en el pabellón de Alemania no hace sino profundizar en eso mismo. ¿En qué consistió esa intervención? Se trataba de hacer un doble cambio: la “silla -en realidad, trono- Barcelona” fue sustituida por un par de asientos de tubo y fórmica, y la alfombra negra y el cortinaje rojo, por ropa tendida con pinzas de unos cordeles. Domènec evocaba así la ropa tendida que aparece siempre en las fotografías de las barracas que durante décadas, hasta hace bien poco, llenaron las zonas de Montjuïc dejadas libres por la Exposición Universal de 1929 tras su clausura -e incluso antes de esta- y de los edificios que permanecieron en pie y que fueron utilizados por las autoridades -de pontifical, de uniforme o de paisano- como “alojamiento provisional” -eternamente provisional- de inmigrantes y de toda clase de parias de la tierra, aunque, en realidad, funcionaron como auténticas prisiones desde las que los retenidos, sin ningún tipo de garantías, sin límite de tiempo, bajo la total arbitrariedad de las autoridades, eran “devueltos” a sus lugares de origen o a donde fuera -el Palacio de las Misiones, por ejemplo, haciendo honor a su nombre, fue convertido en un siniestro “centro de clasificación de indigentes”-, o como recintos cerrados en los que “realojar” a miles de desplazados de otros barrios de barracas de la ciudad, cuando eran finalmente “urbanizados” -es decir, entregados al mercado-, como fue el caso del Pabellón de Bélgica o del Estadio Olímpico. El título de la intervención de Domènec se hace eco de un artículo que el gran Josep Maria Huertas Claveria publicó en Destino en 1966, “El estadio, el pabellón y el palacio”, que era una viva denuncia de la situación que comentamos. Reproducido por Domènec en facsímil, en la publicación en formato y papel de diario que se ofrecía gratuitamente a los visitantes, sólo dos fotografías lo ilustraban. En el pie de una podía leerse: “El estadio por fuera: grietas”; en el de la otra: “El estadio por dentro: ropa tendida”. Con esto ya estaría dicho todo, y la ropa tendida por Domènec en un pabellón “otro”, reconstruido sin tiempo y sin historia, reluciente de piedras y mármoles nuevos, por dentro y por fuera, y, en definitiva, triunfante -el “pabellón nuevo y triunfante”, en efecto- tendría que revelarnos metonímicamente lo que ha quedado bajo tierra, y que también aquí, en nuestra casa, como las topografías y las toponimias de aquellos poblados palestinos, ha sido borrado de los mapas: los cuerpos sin “clasificar”, de carne y hueso, de los parias que construyeron Tebas -y que cabían en esas camisas y yacían en esas sábanas que aún vemos en las fotografías. O tendría que hacernos pensar en que los “centros de clasificación de indigentes” continúan, hoy día, ahora mismo, existiendo.

Aunque, una vez dicho esto, que es algo que Domènec deja perfectamente claro en su publicación y en su obra, vamos a intentar desenterrar otros estratos, más -por decirlo así- disciplinares. La ropa tendida en el pabellón de Alemania -esas prendas de toda clase y esas sábanas colgando verticales entre los muros de travertino, de mármol y de ónix-, me trae a la cabeza las teorías de Gottfried Semper sobre el origen de la arquitectura. No exagero. Por un lado, decía Semper, el principio primero de toda la cultura humana es el tejido -el nudo, la guirlanda, la cenefa-; por otro, en el inicio de la construcción está la pared, pero no considerada como soporte, sino como cerramiento. ¿Y cuáles son las primeras paredes, los primeros “cerramientos verticales que inventó el hombre […] confeccionándolos con sus manos”, sino “el redil o el aprisco y el vallado o el cercado, obtenidos enlazando y trenzando estacas y ramas”? A partir de aquí, “la transición del entrelazado de ramas al de fibras vegetales […] y de ahí a la creación del tejido”, no puede resultar, para Semper, más evidente, como no lo fue menos para sus dos más fieles seguidores “modernos”: Adolf Loos y Mies van der Rohe, ambos hijos de canteros y ambos aficionados, como ningún otro arquitecto del llamado Movimiento Moderno, a las maderas lujosas y a los mármoles preciosos. Loos, en particular, resumió las teorías de Semper en lo que llamó el “principio del revestimiento”: lo primero que la humanidad descubrió, viene a decir Loos, fue -nótese lo insuperable de la paradoja- el revestimiento, y, muy en particular, el revestimiento textil –“la manta es el detalle arquitectónico más antiguo”-; sólo después llegaron los muros, los cuales acabaron de fijar la conformación de unos espacios que las telas, los tapices o los cortinajes, ya habían definido de antemano. Los arquitectos modernos, en cambio, obran, según Loos, de forma muy distinta, o exactamente al revés: primero “imaginan” los espacios, después los cierran con muros y, finalmente, eligen los revestimientos.

Mies no glosó nunca de ese modo las teorías del “materialista” Semper -quien recordó toda su vida las barricadas que ayudó a levantar durante la revolución de mayo de 1849 en Dresde como un ejemplo perfecto de muros útiles y, por consiguiente, bellos-, pero viendo las fotografías de la maqueta de su rascacielos de cristal de 1922, ¿no podríamos interpretar sus curvas como la caída de una cortina -o de un “muro cortina”, para ser escrupulosamente exactos y cerrar, de paso, el círculo que une a Semper con los grandes temas de la arquitectura moderna? Y, cuando unos años después, en 1927, Mies y Lilly Reich diseñaron el Café Samt und Seide en la exposición de la moda femenina de Berlín, con esos cortinajes de seda y terciopelo -precisamente- que, exhibiendo sus canaladuras y siguiendo una disposición de planos rectos y curvos enfrentados, envuelven -o, propiamente, visten- los espacios de las mesas y las sillas, ¿qué hacían sino hacer surgir como evidencia incontestable aquel “principio del revestimiento” al que me acabo de referir? Semper hablaba de la “transición” de los tejidos de ramas a los de fibras vegetales y, de ahí, a la trama y la urdimbre de los textiles: ese es el punto al que han llegado Mies y Reich en el Café Samt und Seide. El paso siguiente lo encontramos, por ejemplo, en la casa Tugendhat: el plano semicircular se ha realizado -o, de nuevo, literalmente, híperrealizado- en ébano y el recto en ónix, materiales por antonomasia preciosos, duros, en los que las cualidades táctiles de la seda y el terciopelo son sustituidas por las exclusivamente visuales de la pulchritudo. No es que no haya cortinas, en esa casa, pero está claro que los muros, y qué muros, han “llegado”.

Con todo, la obra que recoge y culmina ese imaginario transcurso que va del trenzado de ramas al entrelazado de fibras vegetales, al tejido y, finalmente al muro, que hace valer en todo su sentido un “revestimiento”, al parecer, siempre anticipado, es el pabellón de Alemania. Alfombras y cortinas, mármoles, travertino y ónix, acero y cristal, muestran, en su simultaneidad, un camino que no es otro que el de la pérdida y borrado de esas manos que, hace ocho mil años, la humanidad usó por vez primera para tejer. Manos cortadas. En algún lugar, no recuerdo ahora dónde, Pasolini decía que cuando muriese el último artesano, el mundo se habría acabado. Muchos años antes de la muerte del propio Pasolini -asesinado por la sociedad-, el pabellón de Alemania ya había puesto el punto final a esa historia terrible. Ciertamente, ese pabellón fue construido para durar sólo unos meses, pero había bastante con mirar con atención a eso que Ángel González definió como una “contracción del cuerpo de Alemania”, para adivinar, en sus fuliginosos destellos, lo que se avecinaba. ¿Cuántos lo vieron? Cuando, años después, fue reconstruido, de lo que se trataba, precisamente, era de no ver, o, aún más propiamente, de olvidar.

Ahora bien, pensando en las teorías del revestimiento de Semper, ¿qué decir de las barracas y, para el caso, de las que aparecen en las fotografías del impreso que Domènec publicó con motivo de su intervención y cuyos ejemplares se apilaban en un palé -o sea, en una base de tablones- a disposición de los visitantes? Lo que vemos son tablones -justamente- y telas, así que se diría que, por causa de algún tipo de inversión histórica -que la Historia nunca ha tenido en cuenta-, el “principio del revestimiento” es el único principio de la barraca. Tablones, telas… y ropa tendida, claro está, siendo a través de esta última por donde el interior se expresa en el exterior, se manifiesta: en la costura, en el retal, en el remiendo, en el nudo, en la pinza, y en el rostro siempre impreso en cada una de las sábanas -es decir, en la llaga. En las casas burguesas, o en las que pretenden serlo, la ropa tendida se aparta de la vista, se relega a los patinejos y las azoteas; en la barraca, bien al contrario, es lo que salta a la vista.

La ropa que Domènec tendió en el pabellón de Alemania -toda ella fabricada por manos cautivas en algún remoto lugar de “oriente”- activa unos recuerdos sin memoria, y desactiva otras ropas tendidas, como la bandera americana que cuelga en el collage con el que Mies representó el interior de su proyecto para el Convention Hall de Chicago de 1954: ropa, más que tendida, “cargada” -muchos se envolverán con ella Muchos años antes, en 1908, Loos ya había “colgado” una bandera americana de vidrio delante de un muro de alabastro traslúcido en la fachada del Kärntner Bar, en Viena: la luz atravesaba bandera y muro para penetrar en el entresijo ambarino de una concepción inmaculada. ¿Y los colores del interior del pabellón de Alemania -el rojo de la cortina, el negro de la alfombra, el amarillo del ónix- no representan, como siempre se dice, bien alegremente, su bandera, ahora sí, perfectamente petrificada? No existen las casualidades.

“Necesito tener una pared a mi espalda”, dijo Mies en una ocasión. Se refería, bien entendido, a una pared sólida como una roca, que no se moviera: a una pared de algún mármol precioso -epítome de idealismo y resumen de eternidad, según la tradición clásica-, o a una bandera, igual de pétrea, la cual, además de no moverse -hablo de su esencia-, impide que nadie lo haga. Domènec deja claro que, más allá de las teorías del revestimiento, la ropa tendida ondea a los cuatro vientos no sólo para secarse: mientras tanto despista, esconde, encubre, enreda, salpica, despeina, inquieta.

Juan José Lahuerta

 

 

 

 

 

 

Oscurecer. Martí Peran

Texto para la publicación «Domènec. Ni aquí ni en ningún lugar». MACBA; 2018

 

No cabe duda de que la «Dialéctica Negativa» supone una inmersión en la profundidad de la (contra)epistemología que late tras las andanzas de Thomas el oscuro (1) : conocer no es tanto conquistar la facultad de decir las cosas, como la experiencia misma de reconocer la magnitud de lo que en ellas permanece como indecible. En esta perspectiva, la operación adorniana puede resumirse como sigue: frente a la omnipotencia del concepto ilustrado, acuñado como una estrategia para dominar el mundo bajo la tutela de los intereses dominantes, es imprescindible voltear las categorías del programa moderno hasta abrir su lado oscuro – su negativo- para que la razón abandone la lógica del dominio y vuelva a la esfera de la praxis emancipadora. Un ejemplo: en lugar de aplicarnos en consensuar una definición de la justicia ideal, capaz de ser aplicada para todos y en cualquier parte, una aproximación negativa sugiere que la auténtica batalla reside en la acción reparadora de las in-justicias reales. Lo justo no admite una definición positiva puesto que quedaría anclada bajo una determinada razón instrumental; en su lugar, el modo de desplegar la potencia de la idea reside en su reverso, en la realidad acuciante de todas las injusticias que han de ser enmendadas.

Adorno el oscuro confiaba en el arte como último depositario de la negatividad. A su entender, si el arte es capaz de no ceder a la lógica de la mercancía y decide conservarse como arte, entonces estará condenado a desarrollarse fuera de sí mismo para no quedar reducido a la mera categoría de lo artístico. Ese es el extraño perímetro de la autonomía del arte por la que todo le está permitido; incluso desplazar a la razón instrumental y operar como herramienta para devolver a la oscuridad algunas de las más emblemáticas categorías del ideario moderno. El progreso de la Historia, las fantasías sobre Utopía, el sueño de Habitar y los ideales Comunales, han de ser negativizados para reconocer que su potencial no reside en las promesas que contiene cada uno de estos pomposos enunciados, sino en la misma apertura ocasionada por su intrínseca imposibilidad.

1.
Dos trabajos (L’ascension et la chute de la colonne Vendôme, 2013; Monumento derribado; 2014) remiten a la iconoclasia. El derrumbe del monumento bonapartista y su repetición en 1936, cuando se destruye en Barcelona el monumento del General Prim, evocan episodios de antagonismo político focalizado sobre los imaginarios del poder; sin embargo, el acto de iconoclasia comporta un fondo más revelador: la producción de un vacío que suspende el curso la historia. El monumento aspira a ser un garante de la linealidad de la historia; convierte la celebración de determinados pasados como el substrato que sanciona como inevitable el presente y conmemora lo ocurrido como legitimación de las determinaciones presentes del poder. La destrucción del monumento supone pues la interrupción de esta misma linealidad; pero esta disrupción, representa ante todo la manifestación de una potencia destituyente (2) que tiene como objetivo borrar la dirección impuesta a la historia y relevarla por la exhibición de un mero vacío. En la acción de iconoclasia, lo fundamental reside en el intervalo de tiempo que conserva los pedestales vacantes antes de que el nuevo poder constituyente de turno reemplace las figuras derrocadas. Mientras los pedestales permanecen desocupados, la Historia pierde la razón, abdica de su supuesta linealidad y se abre a la oscuridad que permite reformularla con nuevas conjugaciones.

Conjugar la historia fuera de su linealidad no significa el mero giro de contar la historia de los vencidos que no pudieron auparse al pedestal. Llevar la Historia hasta su oscuridad significa restablecer el pasado, incrustarlo en el horizonte del presente para que lo sacuda y lo transforme. Para que la historia deje de legitimar las actuales formas del poder, el pasado ha de regresar para reabrir el conflicto a nuevas oportunidades. Como expuso Benjamin en sus «Tesis», el pasado ha de ser redimido en el interior de un único «tiempo-ahora» (3) que cancela la historia como curso alineado de acontecimientos. Mediante esta contra-historia reaparece la fuerza esclava de trabajo que explotó el fascismo español (Arquitectura española,1939-1975; 2014) y se hace tan contingente como los mismos edificios que levantó; por la misma ecuación, distintas revueltas dispersas en el tiempo irrumpen de nuevo en sus emplazamientos originales (Souvenir Barcelona; 2017) ó se redimensionan las distancias entre sucesos escindidos para tejer nuevos relatos (Interrupcions. 10 anys, 1.340 metres; 2010). El pasado todavía sucede, proyecta su sombra oscura sobre el presente y lo agita. Cuando Mies van der Rohe se vió obligado a trampear la elaboración de la estrella que remataba el monumento a Rosa Luxemburgo, tuvo que despezarla y hacerla portátil con lo que devino un legado que permite transportarla hasta un perpetuo ahora (Den toten heiden der revolution; 2018).

2.
La modernidad consensuó una comprensión de la Belleza como Concinnitas: la absoluta adecuación entre las partes. Bajo este prisma, lo bello se identifica con aquella composición que no admite modificación puesto que cualquier adición o sustracción supondría un deterioro de su perfección. Esta belleza ideal de completa armonía puede traducirse en clave moral (Decoro) pero también alimenta la especulación sobre una posible belleza política: la Utopía. La utopía puede concebirse como la descripción de una concinnitas política mediante la cual, la compleja forma social resuelve una feliz correspondencia entre todas sus partes que no puede ser alterada. El falansterio fourerista, con su organización matemática, es un perfecto ejemplo de esta lógica; pero la misma radicalidad afecta cualquier otra tentativa utópica. La Unité d’Habitation de Le Corbusier solo puede operar como eficaz Machine à habiter en la medida que se respeten las consignas que describen como vivir en ella. En Corviale (Sostenere il palazzo dell’utopia; 2004), sin embargo, los habitantes de este complejo residencial, lejos de respetar las reglas, han parasitado por completo el edificio hasta adecuarlo a sus necesidades más prosaicas. El estropicio podría hacernos pensar que se malbarató el potencial utópico, pero ocurre lo contrario: la ruptura de la concinnitas inicial es lo que permite conservar el arsenal utópico más allá de los límites de su primera formalización. Efectivamente, mediante esa indisciplina, los residentes de Corviale se han convertido ahora en los auténticos soberanos de su espacio vital.

Cuando Nozick sugiere que toda utopía es metautópica (4) ; lo que está insinuando es que la función misma de la forma utópica reside en la imposibilidad de llevarla a la práctica, pero que esta misma imposibilidad es lo que permite que el espíritu utópico – el compromiso de no reconciliación con ninguna forma dada de lo real – pueda alentar múltiples realidades. No hay utopía más que en la gestión de la forma perfecta como una suerte de semilla que habrá de brotar de formas imprevisibles que aparecen como contrautópicas en la medida que suponen un abandono del principio de concinnitas. La imposibilidad estructural de la forma utópica es así su lado oscuro que no impide sino que abriga sus mismas posibilidades. La utopía siempre vehicula una promesa, pero lo que conserva en el fracaso de su consumación es la propia potencia de lo prometedor: todo podría siempre ser de otra manera. Las llamas del Viaje a Icaria (Voyage en Icarie; 2012) tan pronto señalan la fugacidad de las fantasías de Cabet como inflaman de nuevo las mismas ilusiones.

La dimensión de la paradoja utópica solo puede formularse desde la dialéctica negativa: su misma perfección irrealizable es lo que puede hacerla efectiva en un aquí y ahora no utópico. De ahí que la verdadera geografía de utopía resida en la tensión entre el ningún-lugar de su formulación idealizada y el escueto aquí que ha de ser permanentemente transformado (Here/Nowhere;2005). En esta perspectiva, las operaciones de desplazamiento de determinadas formas utópicas hacía el valor de uso (Existenzminimum, 2002; Taquería de los vientos, 2003; Playground (Tatlin en México),2011) lejos de contradecir la legitimidad de los ficciones que ponían en juego, la renuevan sobre el plano de la vida doméstica: habitar, comer y jugar no desmienten Utopía sino que la consuman como su propia (des)realización.

3.
Adorno sentenció que «ya no es posible lo que se llama propiamente habitar (…). La casa ha pasado» (5) . Antes fue Mies van der Rohe quién se expresó de forma idéntica: «La casa de nuestro tiempo no existe» (6). La carencia a la que se refieren no remite a un problema de tipologías arquitectónicas, sino a la imposibilidad de levantar aquello que Heidegger denominó una «morada» (7) : allá donde se consuma el acoplamiento entre el sujeto y el mundo. El sueño de Habitar que articuló la modernidad, en efecto, interpreta el fuego del hogar como la oportunidad para cifrar el lugar propio. En el caso de Adorno, la cancelación del hogar responde al exceso de barbarie que demostró la modernidad con el Holocausto. Tras el estrepitoso fracaso del proyecto moderno como horizonte de emancipación, ninguna de sus consignas instrumentales merece confianza alguna: el sueño de Habitar no es más que una paráfrasis de la vocación de dominación. Para Mies, la casa de nuestro tiempo no existe porque las propias condiciones de la vida moderna exigen abandonar viejas categorías y encumbrar, frente a la figura del habitante, la contrafigura del «inhabitante» (8) : aquel que ya no reside sino que transita, aquel que ya no habita sino que merodea. En lugar del hogar como centro neurálgico para una vida propia, ahora es menester Vivir sin dejar rastro (2009) y Sans Domicile Fixe (2002).

El sueño de Habitar inicia pues su declive por imperativos históricos; pero estos solo suponen el inicio de su oscurecimiento. Por el momento asistimos a la necesidad de corregir las coordenadas que abrigaba la idea de la Casa con un carácter todavía prospectivo; solo es necesario des-localizarla y reconocer que el amparo que ha de garantizar puede conllevar incluso un cierto desarraigo: la misma movilidad puede concebirse como un lugar, aunque sea vulnerable e inestable (Unité Mobile (Roads are also places); 2005) y, a su vez, las unidades habitacionales quizás deban plantearse en una clave precaria y portátil para garantizar el mínimo coeficiente de confort (Existenzminimum, 2002; Superquadra casa-armário 2009; Sakai Shelter, 2016); pero lo fundamental es que esa exigencia de hogar, una vez «trocada en la simple adecuación de un refugio» (9) , acelera su declinación: 24 hores de llum artificial (1998) reproduce una habitación del Hospital de Paimio, pero el original de una habitación hospitalaria y luminosa ha sido suplantado por una estancia ciega e inhóspita.

Una casa móvil todavía alberga; la casa ciega, ya no lo es de nadie. Pero ¿quién es ese nadie? El verdadero negativo del sueño de Habitar no es la fragilidad con la que el mismo sueño podría habilitar un refugio, sino en la dirección única que señala esta casa trastocada: la figura del refugiado. El fondo oscuro del propósito de morar se materializa en su radical imposibilidad tal y como la encarna el refugiado. El refugiado es aquel que, expulsado de su hogar, es arrojado a una zona de anomia (48_Nakba; 2007), una intemperie que lo reduce a «homo sacer» abandonado en el límite de mero ser viviente (10) . El refugiado se convierte así en aquel que, sin lugar alguno, ni puede radicar ni se define por sus posibles desplazamientos, sino que, de forma escueta, des-habita. El refugiado es quién de la casa ocupa, ya no sus estancias, sino su oquedad, los huecos que la desmoronan. Si el in-habitante era quién no habita, el refugiado es quien deja de habitar .Pero esta extrema precariedad, a la par que obliga a idear mecanismos para resarcir sus daños, como propone Agamben, también puede ser concebida como la semilla de una nueva categoría política en la medida que vulnera de tal manera los principios de la soberanía moderna (las relaciones de identidad entre hombre/ciudadano y entre natividad/ nacionalidad) que también la somete a una crisis irreversible. La opresión territorial con la que Israel subyuga al pueblo palestino (Real Estate, 2007; Erased land, 2014; Baladia Ciudad Futura, 2011-2015) ilustra la magnitud de un poder despótico de múltiples consecuencias; pero el efecto des-habitacional que promueve también anuncia la ruina del estado-nación como domicilio del poder.

4.
Las maquetas de distintos modelos de vivienda colectiva se sustentan sobre sillas domésticas (Conversation Piece: Narkomfin; 2013; Conversation Piece: Casa Bloc; 2016) o actúan por si mismas como asientos disponibles para el espectador (Conversation Piece: Les Minguettes; 2017). Siguiendo la estela de los «retratos de conversación”, la propuesta parece transparente: los modelos arquitectónicos para una vida en común se disponen como objetos para una discusión para valorar las desventuras históricas que sufrió cada uno de los ejemplos invocados. Así, el Narkomfin (1928-1932), planeado como el paradigma de la comuna soviética, pronto fue abortado por el estalinismo; una suerte parecida padeció la Casa Bloc (1933-1939), el modelo de vivienda obrera ideado por el GATCPAC que acabó como residencia de los militares franquistas. Por su parte, Les Minguettes, un complejo habitacional de la periferia de Lyon, encarna el fracaso histórico que ha supuesto aplicar a los suburbios urbanos las soluciones arquitectónicas derivadas del ideario moderno. Si el objeto de la conversación que ha de crecer alrededor de estas maquetas consiste pues en hacer un balance de su suerte, entonces es muy probable que el recorrido de estas pláticas sea más bien escaso. Aquello que estas conversaciones ponen en juego no es una retahíla de acontecimientos desventurados; el objeto de la conversación que ha de crecer alrededor de estos objetos arquitectónicos es la misma idea de comunidad y la cuestión de si existen modelos capaces de dar cumplimiento al ideal comunal.

Las primeras conversaciones sobre los modelos ideales de comunidad las encontramos en los «diálogos» platónicos. La interpretación tradicional de Platón supone que la República perfecta es la gobernada por los filósofos; pero se pasa por alto que en el Libro II, Sócrates no duda en encumbrar como ideal a la Ciudad de los Cerdos, la ciudad pequeña, autosuficiente, basada en la colaboración mutua entre sus pobladores y sin más propósito que satisfacer las necesidades básicas. La intervención de Sócrates está cargada de intención: «me parece a mí que la ciudad verdadera es la que queda descrita, pues es también una ciudad saludable. Mas, si os place, echaremos una mirada a una ciudad hinchada de tumores» (11) . En efecto, solo la obligación de describir una ciudad voluptuosa, compleja, sedienta de bienes materiales y atravesada por toda suerte de conflictos, es lo que obligará a los contertulios a describir otra Ciudad Ideal acorde con estas nuevas exigencias. De algún modo, lo que se plantea es pues una oposición entre la verdadera «ciudad sana», tan pura y armoniosa que no necesita de ninguna estructura política y una ciudad enmarañada que requiere de la política. A la luz de esta consideración, la auténtica ciudad ideal del platonismo sería pues la comuna pre-política, una suerte de no-ciudad previa a la propia constitución de una ciudad.

La vida en común concebida como una ciudad sin ciudad no es más que un modo de reconocer para la propia idea de comunidad su profundidad negativa. Así lo demuestra Espósito en su deconstrucción de la idea communitas : una congregación necesaria entre distintos que, sin embargo, descansa sobre su intrínseca imposibilidad (12) . La comunidad proyecta al sujeto fuera de sí mismo, lo sustrae de la identidad consigo mismo y lo confina en una alteridad que dinamita el carácter absoluto que se presupone al individuo. Solo un alguien singular puede ponerse en común, pero no puede haber comunidad sin que todos y cada uno de sus individuos se disuelvan. La conclusión es tajante: no hay comunidad más que en la consciencia de que no es posible tal congregación comunitaria. Toda comunidad, en su fondo oscuro, es así una comunidad del «defecto» (13) . Cualquier tentativa para corregir esa naturaleza defectuosa – somos la comunidad de aquellos que no tienen comunidad – conlleva una declinación desastrosa, anclada en la voluntad de preservar la integridad de sus individuos que, por ello mismo, degrada la communitas a una ciudad protegida siempre a punto de concretarse en una estructura política totalitaria.

La naturaleza impracticable que caracteriza la comunidad es lo que llevó a Barthes a defender el modelo de la «idiorritmia» – una puesta en común de las distancias – como única alternativa capaz de soportar la paradoja (14) . Sin embargo, si lo comunal conlleva la posibilidad de liberarse del imperativo de cristalizar en una ciudad, en una entidad política que garantice su eficaz funcionamiento para todos, entonces parece factible abandonar el propósito estratégico que obligaba a definir dispositivos jurídicos y soluciones urbanísticas determinadas. Fuera de este marco, la comunidad puede crecer en el espacio de la mera cooperación como fin en si misma, sin necesidad de que la reunión de individuos distintos obedezca a la consecución de un resultado ideal. Lo que Sennet denomina «cooperación dialógica» (15) no es sino esta apertura que se abre en la brecha oscura de la idea de comunidad, un espacio en el que todos nos hacemos más hábiles de lo que éramos en el interior de un marco establecido por más excelente que fuera en su definición. Los voluntarios que aunaron sus fuerzas en la construcción de la Kulttuuritalo en Helsinki (Rakentajan käsi. La mano del trabajador; 2012) no recuerdan tanto el programa que auspició el proyecto como el acto mismo de su reunión, la pura experiencia de sus encuentros y la confluencia de habilidades que entonces se produjo. El conjunto de relatos que nos trasladan los testimonios crece en la derrota política de lo planeado, pero compone una orgullosa partitura coral sobre la fuerza difusa de la pura colaboración (16) .

 

1. Para desmentirnos, véase William S. Allen. Aesthetics of Negativity: Blanchot, Adorno and Autonomy. Fordham University Press. New York, 2016. Véanse: Th.W. Adorno. Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad. Akal. Madrid, 2005 y M. Blanchot. Thomas el oscuro. Pre-Textos. Valencia, 2002.

2. Utilizamos esta noción según la perspectiva propuesta por G. Agamben (Medios sin fin. Notas sobre política. Pre-Textos. Valencia, 2001).

3. W.Benjamin. Tesis de Filosofía de la Historia (Discursos interrumpidos I. Taurus. Madrid, 1982. p. 188).

4. R. Nozick. Anarquía, Estado y Utopía. Fondo de Cultura Económica. Madrid, 1988.

5. Th. W. Adorno, Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada. Taurus. Madrid, 1998. p.35 y p.36.

6. Citado por J. Quetglas «Habitar». Restes d’arquitectura i de crítica de la cultura. Arcàdia/Ajuntament de Barcelona. Barcelona, 2017.p.21.

7. M. Heidegger. Construir Habitar Pensar (Baun Wohnen Denken). Oficina de Arte y Ediciones. Madrid, 2015.

8. Noción propuesta por Josep Quetglás (Ob. cit. p.26).

9. Así lo planteábamos en M. Peran. Domènec. 24 hores de llum artificial. Fundació la Caixa. Barcelona, 1998.

10. G. Agamben. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Pre-Textos. Valencia, 1998. p.161.

11. 372e. (Platón. Obras Completas. Aguilar. Madrid, 1981. p. 693).

12. Roberto Espósito. Comunidad, inmunidad y biopolítica. Herder. Barcelona, 2009. Del mismo autor, véase también como la idea de comunidad se plantea, precisamente, como una categoría «impolítica» (Categorías de lo impolítico. Katz Editores. Buenos Aires, 2006).

13. También reconocida como “desobrada” o “inconfesable” : Véase J-L. Nancy. La comunidad desobrada. Arena Libros. Madrid, 2007. M.Blanchot. La comunidad inconfesable. Arena Libros. Madrid, 1999.

14. R. Barthes. Cómo vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Siglo XXI. Buenos Aires, 2003.

15. Richard Sennett. Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación. Anagrama. Barcelona, 2012.

16. Véase M. Peran. Potencia de melancolía. A propósito de Rekentajan kasi (la mano del trabajador) en AAVV Relaciones ortográficas (en tiempos de revuelta). Ajuntament de Terrassa. Terrassa, 2017.

Maquetas. A propósito de Dom Kommuna. Manuales de arquitectura doméstica para la vida en común. Martí Peran

(Texto para la exposición en ADN Platform. Mayo 2016)

A finales de los años setenta del siglo XX, cuando las utopías habitacionales derivadas de la Carta de Atenas (1942) naufragan por completo en las periferias metropolitanas de todo el mundo, Roland Barthes dicta en el Collège de France el curso sobre Cómo vivir juntos[1]. Al parecer del autor, el ideal comunitario descansa en la idiorritmia, una “soledad interrumpida de manera regulada” que permite pequeños agrupamientos entre sujetos que conciben estar juntos como un precario equilibrio entre distancias y proximidades mutuas. Lo fundamental de esta ensoñación –a penas esbozada en la práctica por los monjes del Monte Athos– es que no disfruta de ninguna vocación societaria. El ideal del bien vivir nada tiene ahora que ver con falanges u otros modelos comunales sino que, frente a la lógica de la adición positiva, aquí se define en términos excluyentes : se trata, simplemente, no estar demasiado lejos los unos de los otros.

Las ideas de Roland Barthes expresan una irregularidad que cancela la prolífica historia del propósito de estar juntos iluminado por las utopías de masa. En efecto, la idiorritmia, en la medida que reconoce su genealogía en la tradición anacorética y en algunas de las múltiples tentativas sectarias del socialismo utópico, se desmarca de aquel otro gran relato, promovido por la modernidad, que identificaba el vivir juntos como un modo de habitar y estar en común capaz de reproducirse industrialmente para todos y por doquier. El origen de este propósito des-comunal podría cifrarse en las tesis propuestas por Engels en 1873: para paliar el problema de la vivienda durante la primera fase de la nueva sociedad socialista será necesario expropiar y adaptar las viviendas existentes para convertirlas en casas comuna (domma-komuny) que exorcicen el principio de la propiedad [2] . Estas comunas, sin embargo, solo representan un remiendo que todavía está lejos de poder estandarizar la solución habitacional. La verdadera inflexión se produce tras el éxito de la revolución soviética, cuando la Asociación de Arquitectos Contemporáneos ensaya la auténtica vivienda colectiva (Kommunalk) mediante el prototipo del Narkomfin (1928-1932), un bloque ideado para unas doscientas personas organizadas para acelerar la transición a la vida socialista[3]. La ambición del proyecto atrae la atención del movimiento moderno recién organizado mediante el CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) de modo que Le Corbusier y los arquitectos del GATCPAC (Grup d’Arquitectes i Tècnics Catalans per al Progrés de l’Arquitectura Contemporània) viajan a Moscú para instruirse a la sombra de un modelo que pronto va a alimentar nuevos proyectos emblemáticos como la Casa Bloc (1933-1939) o la canónica Unité d’Habitation (1947). El ideal de la casa comuna, concebida como una célula capaz de multiplicarse y reproducir así los nuevos modelos de relación social parece consumado; sin embargo, su prometedor devenir resultó muy escaso. Por una lado, el viraje estalinista en la URSS aborta todas las experiencias colectivistas radicales y reorienta la función del Narkomfin para altos cargos de la Nomenklatura. El mismo destino corre la Casa Bloc cuando los fascistas españoles modifican el proyecto para adecuarlo a sus nuevas funciones como enclave militar. Por su parte, la Unité d’Habitation triunfa como prototipo habitacional durante la reconstrucción de la Europa de posguerra, pero convertida ya en la semilla que pronto expandirá la distopia suburbial a nivel planetario. La historia de la vivienda social a partir de ese momento ya nada tiene que ver con los experimentos comunales sino que, por el contrario, se reorienta progresivamente hacía la política del crédito masivo para engordar la especulación y el valor propietario. El imaginario de las comunas, en este contexto, a penas prospera en los márgenes de lo contracultural [4], abandonando su genuina función germinal y convertido en un ingenuo refugio para juguetear contra el aburrimiento del modelo del bienestar.

Aquel ideal idiorrítmico postulado por Roland Barthes –“la aporía de una puesta en común de las distancias”- se antoja pues como un verdadero anacronismo y un contratiempo absoluto; al menos en la medida que no disfruta de correspondencia ni con el relato histórico de la comuna societaria ni con las posteriores ruinas de su mitología. El rhytmós propio que Barthes evoca mediante las antiguas lauras athonitas – “casas pequeñas, ermitas de dos o tres personas, cerca de una iglesia, de un hospital y de un curso de agua”- nada tiene que ver con la cédula de propiedad, pero tampoco es capaz de fundar vecindad en sí mismo hasta alcanzar a articular un cuerpo social. No es más que una forma de estar en común reducida a una trama de lejanías cercanas y, en esta perspectiva, una débil comunidad de mera naturaleza aurática y no tanto un episodio histórico. El propio Barthes reconoce sin tapujos la impureza histórica que conlleva la añoranza de este pasado extraño , ajeno por completo a la lógica de un tiempo progresivo; sin embargo, este anacronismo lo reconoce bajo los epígrafes de una simulación o de una maqueta. El matiz es crucial. En otro lugar señala Barthes como debemos interpretar las maquetas: no como meras proyecciones de futuro sino como “aquello que se presenta como su propia experimentación[5]. En efecto, la “obra-maqueta” es el mejor ejemplo de una práctica en la que la materialidad del texto (el modelo es literario) se somete a prueba y se experimenta a sí mismo. La maqueta no es pues un predicado, una enunciación que remite a algo externo y todavía por llegar, sino una puesta en práctica instalada por completo y en cada ocasión en el presente pleno. La obra-maqueta no avanza un sueño sino que, literalmente, lo ensaya; no es una promesa del porvenir sino su primera realización . De ahí que en lugar de anacronismos Barthes proponga hablar de simulaciones. Lo anacrónico presupone una falta de correspondencia entre un relato y el momento de su aparición; la simulación – la maqueta – ya no padece este desajuste puesto que siempre acontece.

Las maquetas de los edificios del Narkomfin, la Casa Bloc y la Unité d’Habitation son, en primer lugar, maquetas de maquetas; es decir, reconstrucciones de viejas promesas que la historia apenas les concedió la oportunidad de una leve simulación. Su reaparición opera así como una suerte de nueva oportunidad, una renovada puesta en acto de las intenciones originales que subyacen en el interior de cada una de ellas. Es evidente que al instalar ahora las maquetas en un marco incómodo – en un entorno natural amenazador o en precario equilibrio sobre muebles domésticos – se proyecta una sombra que cuestiona y oscurece las pretensiones del idealismo moderno; pero esta obviedad no parece ser la cuestión fundamental. Si las interpretamos de acuerdo a la clave barthesiana, estas maquetas, en lugar de certificar el cierre de unas determinadas utopías habitacionales, lo que proponen en última instancia es el imperativo de su actualización: la necesidad de volver a experimentar cómo vivir juntos.

 

 


[1] Roland Barthes. Cómo vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1976-1977. Siglo XXI Ed. Buenos Aires, 2003.

[2] Frederich Engels. Contribución al problema de la vivienda. Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels. Madrid, 2006.

[3] Moisei Ginzburg. Escritos: 1923-1930. El Croquis. Madrid, 2007.

[4] Keith Melville. Las comunas en la contracultura. Kairós. Barcelona, 1980.

[5] Roland Barthes. La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Cóllege de France 1978-1979 y 1979-1980. Siglo XXI ed. México, 2005. p. 233.

Potencia de melancolía. A propósito de Rakentajan käsi (La mano del trabajador). Martí Peran

La época de las redes no es la de los vínculos. A medida que se multiplican las herramientas para la comunicación solo se incrementa la soledad conectada. A pesar del imperativo de flexibilidad que nos obliga a una multitarea desbocada, todas las actividades remiten a la única obligación de alimentar la conexión. El resultado es desalentador: hablamos de manera incansable con todos, pero sobre nada y para nada que no sea prometer conectar­nos de nuevo. La mayor parte de nuestras habilidades permanecen erráticas si no competen a una habladuría general que, en última instancia, nos descalifica para la práctica de una cooperación que podría aventurar algo distinto. Participar y colaborar no significan lo mismo. Participar conlleva ingresar en un marco de acción que ya está establecido y que no se modifica con la incorporación de nuevos participantes. Colaborar, por el contrario, comporta redefinir el marco de acción hasta hacerlo distinto de aquellos marcos previos de los que proceden cada uno de los colaboradores. Por esta ecuación se deduce que, en la medida que participamos de la conexión, de un modo lento y simulado somos desactivados como fuerza de colaboración.

En esta tesitura y para ponderar los efectos de este revés, se hizo común hablar de lo común. Pero es probable que muy pronto ­ a medida que escale posiciones en las preferencias de búsqueda ­ lo común deje de serlo hasta quedar reducido a la mera condición de palabra clave en la multiplicación y distribución del tráfico de ruido. Ruido en común. Es imprescindible apresurarse y encontrar los atajos que permitan rehabilitar las políticas de colaboración frente a la cooperación política que solo promete universalizar la mera conexión. En esta urgencia es donde se hace legítima la melancolía de la “nostalgia reflexiva”1 .

La nostalgia reflexiva es prospectiva y por ello política. En oposición al humor triste de la mera añoranza, la nostalgia reflexiva es un modo de conjugar el tiempo capaz de revertir la amenaza del futuro pasado (la repetición de la participación que perpetúa lo mismo) en la posibilidad de un pasado futuro ( la apertura de un antaño que colabora en la construcción de un mañana distinto)2. Los ecos del pasado cargados de elocuencias futuras siempre corresponden a la voz de los vencidos. Solo aquello que todavía no tuvo cumplimiento puede retomar su pulso sobre el horizonte del presente para abrirse nuevos espacios futuros de posibilidad. La nostalgia reflexiva, en consecuencia, lejos de operar como una mera memoria en bruto, incapaz de distinguir entre lo remoto y lo promotor, transforma la evocación de las derrotas en una potencia de melancólica, una fuerza competente para anticipar su reparación. Lo que nos incumbe en este escenario es reconocer el objeto melancólico: dar con la ruina prometedora de una idea de lo común colaborativo distinta de las lógicas de lo usual y lo corriente que hoy la acechan por doquier.

En la historia moderna de la cooperación3 cabe distinguir, al menos, dos procesos bien distintos. De una parte, la acción conjunta y unitaria para articular un contrapoder; de la otra, la acción colaborativa y solidaria concebida como un fin en si misma y capaz promover un tejido comunitario. La vieja y torpe distinción entre los objetivos de la una “izquierda política” y una “izquierda social”. La primera dinámica se funda en un modelo de cohesión social predeterminado y antagónico frente al modelo hegemónico; la segunda, por el contrario, no disfruta de ninguna prefiguración sino que mantiene abiertas todas las posibilidades futuras con las que podría formatearse lo común. Pudiera ser que, así como la política clásica exige un combate entre modelos antagónicos, la cuestión germinal de la experiencia política primitiva se reduzca a mantener en abierto los procesos de constitución de grupos. En otras palabras, así como la ortodoxa cooperación política exige una disciplina anónima y fiel al programa definido de antemano; la difusa política de colaboración permite conservar la singularidad en el marco de un proceso comunal sometido a una constante redefinición. Si esta suerte de disyuntiva es pertinente, la cifra de nuestra nostalgia reflexiva parece condenada a sucumbir. De una parte, es evidente que no podemos evocar ninguna idea de lo común colaborativo bajo el estigma de un programa preestablecido que ya disfrutó de alternativa para conquistar el futuro. De otro lado, tampoco parece factible el puro evocar episodios libertarios en la medida que solo conservan como modelo su propio carácter dinámico sin ninguna forma adecuada para el recuerdo. La estrecha posibilidad que se mantiene abierta para la nostalgia reflexiva es la que remite a una experiencia política clásica que la potencia de melancolía actualiza como experiencia política primitiva.

Bajo el modelo de los Clubs Obreros que Rodchenko o Mélnikov levantaron en la Unión Soviética a finales de los años veinte, cuando en 1950 el SKP (Partido Comunista de Finlandia) accede episódicamente al poder, encarga a Alvar Aalto la sede social del Partido, una Casa de la Cultura que de inmediato se convierte en el principal símbolo del movimiento obrero finlandés. El edificio se construye gracias a la cooperación de numerosos voluntarios que de un modo entusiasta y entregado ofrecen su fuerza de trabajo para consumar un objetivo común. La recesión económica de los años noventa provocó la pérdida del edificio, convertido desde entonces en una arquitectura amnésica, reubicada sin complejos en la historia de la arquitectura pero ajena a los derroteros de la historia política de Helsinki. Rakentajan käsi (la mano del trabajador) es un proyecto que evoca aquel episodio pero, ante todo, lo actualiza mediante la voz de aquellos cooperantes que recuerdan con nostalgia aquella aventura colaborativa. Los distintos testimonios coinciden en la tonalidad explícita de la nostalgia reflexiva: no se recuerda tanto el programa que auspició el proyecto como el acto mismo, la pura experiencia de sus encuentros y la confluencia de habilidades que entonces se produjo. El conjunto de relatos crece en la derrota política de lo planeado, pero también compone una orgullosa partitura coral sobre la fuerza abierta y difusa de la pura colaboración.

1 Véase para esta noción : Svetlana Boym. El Futuro de la nostalgia. Antonio Machado Libros. Madrid, 2015. Sobre la noción de melancolía en este contexto, véase Wendy Brown. Resisting Left Melancholy, “ Boundary 2, vol. 26, n.3 (1999).pp.19?27.

2 Sobre estas conjunciones heterodoxas del tiempo, véase: Reinhardt Koselleck. Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Paidós. Barcelona, 1993.

3 Puede reconstruirse en Richard Sennett. Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación. Anagrama. Barcelona, 2012.

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