Tierra Borrada

El martes 5 de abril de 2016 en la ETSAV Escola Tècnica Superior d’Arquitectura del Vallès.

Conversation Piece: Narkomfin en la colección de «La Caixa»

(English)

Arquitectura de vanguardia en Barcelona. Arte y diseño en torno al GATCPAC

Movimiento moderno y arte contemporáneo
Miércoles 13 de abril de 2016
Fundació Joan Miró

19.00 h Presentación del plano guía Arquitectura d’avantguarda a Barcelona. Josep Lluís Sert i el GATCPAC a cargo de El globus vermell

19.30 h Irena Visa, presentación de su proyecto fotográfico en la Casa Bloc

19.50 h Pausa

20.00 h Presentación de Domènec, artista especializado en arquitectura moderna

Lecture in Community Cafe Pangea

(English)
Community Cafe Pangea
Sakai (Osaka) Japan
12 october 2016

Sakai Shelter

Refugio Sakai

Templo Myohoji, Sakai (Osaka), Japón. 2016

Madera, luz fluorescente, lona de plastico, diferentes objetos.
182 x 66 x 60 cm.

«No jyuku xa»
Hay aproximadamente 25.000 personas sin hogar en Japón. Algunos de ellos no quieren ser definidos como «sin hogar» y se describen como «no jyuku xa» (campistas) por la manera de instalarse en parques y otros espacios públicos de forma más permanente, fácilmente distinguibles por sus chozas cubiertas con lonas de plástico de color azul.
Especialmente en Osaka, estos ‘campistas’ no sólo se organizan cada vez más en internet, también participan en actividades políticas para defender sus derechos y protestar contra el aumento de la presión policial y el desmantelamiento forzado de los campamentos por parte del municipio.

Sakai Shelter ha formado parte de «Sacay Arte Porto».
Una producción de Sakai Art Project.

Agradecimientos: Akane Asaoka, Kengo Shibatsuji, Takeshi Nakamura, Templo Myohoji, Community Cafe Pangea.

Sakai Shelter

(English)

Sakai Shelter, Sacay Arte Porto, Sakai (Osaka) 11/03/2016 – 22/03/2016

Maquetas. A propósito de Dom Kommuna. Manuales de arquitectura doméstica para la vida en común. Martí Peran

(Texto para la exposición en ADN Platform. Mayo 2016)

A finales de los años setenta del siglo XX, cuando las utopías habitacionales derivadas de la Carta de Atenas (1942) naufragan por completo en las periferias metropolitanas de todo el mundo, Roland Barthes dicta en el Collège de France el curso sobre Cómo vivir juntos[1]. Al parecer del autor, el ideal comunitario descansa en la idiorritmia, una “soledad interrumpida de manera regulada” que permite pequeños agrupamientos entre sujetos que conciben estar juntos como un precario equilibrio entre distancias y proximidades mutuas. Lo fundamental de esta ensoñación –a penas esbozada en la práctica por los monjes del Monte Athos– es que no disfruta de ninguna vocación societaria. El ideal del bien vivir nada tiene ahora que ver con falanges u otros modelos comunales sino que, frente a la lógica de la adición positiva, aquí se define en términos excluyentes : se trata, simplemente, no estar demasiado lejos los unos de los otros.

Las ideas de Roland Barthes expresan una irregularidad que cancela la prolífica historia del propósito de estar juntos iluminado por las utopías de masa. En efecto, la idiorritmia, en la medida que reconoce su genealogía en la tradición anacorética y en algunas de las múltiples tentativas sectarias del socialismo utópico, se desmarca de aquel otro gran relato, promovido por la modernidad, que identificaba el vivir juntos como un modo de habitar y estar en común capaz de reproducirse industrialmente para todos y por doquier. El origen de este propósito des-comunal podría cifrarse en las tesis propuestas por Engels en 1873: para paliar el problema de la vivienda durante la primera fase de la nueva sociedad socialista será necesario expropiar y adaptar las viviendas existentes para convertirlas en casas comuna (domma-komuny) que exorcicen el principio de la propiedad [2] . Estas comunas, sin embargo, solo representan un remiendo que todavía está lejos de poder estandarizar la solución habitacional. La verdadera inflexión se produce tras el éxito de la revolución soviética, cuando la Asociación de Arquitectos Contemporáneos ensaya la auténtica vivienda colectiva (Kommunalk) mediante el prototipo del Narkomfin (1928-1932), un bloque ideado para unas doscientas personas organizadas para acelerar la transición a la vida socialista[3]. La ambición del proyecto atrae la atención del movimiento moderno recién organizado mediante el CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) de modo que Le Corbusier y los arquitectos del GATCPAC (Grup d’Arquitectes i Tècnics Catalans per al Progrés de l’Arquitectura Contemporània) viajan a Moscú para instruirse a la sombra de un modelo que pronto va a alimentar nuevos proyectos emblemáticos como la Casa Bloc (1933-1939) o la canónica Unité d’Habitation (1947). El ideal de la casa comuna, concebida como una célula capaz de multiplicarse y reproducir así los nuevos modelos de relación social parece consumado; sin embargo, su prometedor devenir resultó muy escaso. Por una lado, el viraje estalinista en la URSS aborta todas las experiencias colectivistas radicales y reorienta la función del Narkomfin para altos cargos de la Nomenklatura. El mismo destino corre la Casa Bloc cuando los fascistas españoles modifican el proyecto para adecuarlo a sus nuevas funciones como enclave militar. Por su parte, la Unité d’Habitation triunfa como prototipo habitacional durante la reconstrucción de la Europa de posguerra, pero convertida ya en la semilla que pronto expandirá la distopia suburbial a nivel planetario. La historia de la vivienda social a partir de ese momento ya nada tiene que ver con los experimentos comunales sino que, por el contrario, se reorienta progresivamente hacía la política del crédito masivo para engordar la especulación y el valor propietario. El imaginario de las comunas, en este contexto, a penas prospera en los márgenes de lo contracultural [4], abandonando su genuina función germinal y convertido en un ingenuo refugio para juguetear contra el aburrimiento del modelo del bienestar.

Aquel ideal idiorrítmico postulado por Roland Barthes –“la aporía de una puesta en común de las distancias”- se antoja pues como un verdadero anacronismo y un contratiempo absoluto; al menos en la medida que no disfruta de correspondencia ni con el relato histórico de la comuna societaria ni con las posteriores ruinas de su mitología. El rhytmós propio que Barthes evoca mediante las antiguas lauras athonitas – “casas pequeñas, ermitas de dos o tres personas, cerca de una iglesia, de un hospital y de un curso de agua”- nada tiene que ver con la cédula de propiedad, pero tampoco es capaz de fundar vecindad en sí mismo hasta alcanzar a articular un cuerpo social. No es más que una forma de estar en común reducida a una trama de lejanías cercanas y, en esta perspectiva, una débil comunidad de mera naturaleza aurática y no tanto un episodio histórico. El propio Barthes reconoce sin tapujos la impureza histórica que conlleva la añoranza de este pasado extraño , ajeno por completo a la lógica de un tiempo progresivo; sin embargo, este anacronismo lo reconoce bajo los epígrafes de una simulación o de una maqueta. El matiz es crucial. En otro lugar señala Barthes como debemos interpretar las maquetas: no como meras proyecciones de futuro sino como “aquello que se presenta como su propia experimentación[5]. En efecto, la “obra-maqueta” es el mejor ejemplo de una práctica en la que la materialidad del texto (el modelo es literario) se somete a prueba y se experimenta a sí mismo. La maqueta no es pues un predicado, una enunciación que remite a algo externo y todavía por llegar, sino una puesta en práctica instalada por completo y en cada ocasión en el presente pleno. La obra-maqueta no avanza un sueño sino que, literalmente, lo ensaya; no es una promesa del porvenir sino su primera realización . De ahí que en lugar de anacronismos Barthes proponga hablar de simulaciones. Lo anacrónico presupone una falta de correspondencia entre un relato y el momento de su aparición; la simulación – la maqueta – ya no padece este desajuste puesto que siempre acontece.

Las maquetas de los edificios del Narkomfin, la Casa Bloc y la Unité d’Habitation son, en primer lugar, maquetas de maquetas; es decir, reconstrucciones de viejas promesas que la historia apenas les concedió la oportunidad de una leve simulación. Su reaparición opera así como una suerte de nueva oportunidad, una renovada puesta en acto de las intenciones originales que subyacen en el interior de cada una de ellas. Es evidente que al instalar ahora las maquetas en un marco incómodo – en un entorno natural amenazador o en precario equilibrio sobre muebles domésticos – se proyecta una sombra que cuestiona y oscurece las pretensiones del idealismo moderno; pero esta obviedad no parece ser la cuestión fundamental. Si las interpretamos de acuerdo a la clave barthesiana, estas maquetas, en lugar de certificar el cierre de unas determinadas utopías habitacionales, lo que proponen en última instancia es el imperativo de su actualización: la necesidad de volver a experimentar cómo vivir juntos.

 

 


[1] Roland Barthes. Cómo vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1976-1977. Siglo XXI Ed. Buenos Aires, 2003.

[2] Frederich Engels. Contribución al problema de la vivienda. Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels. Madrid, 2006.

[3] Moisei Ginzburg. Escritos: 1923-1930. El Croquis. Madrid, 2007.

[4] Keith Melville. Las comunas en la contracultura. Kairós. Barcelona, 1980.

[5] Roland Barthes. La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Cóllege de France 1978-1979 y 1979-1980. Siglo XXI ed. México, 2005. p. 233.

Potencia de melancolía. A propósito de Rakentajan käsi (La mano del trabajador). Martí Peran

La época de las redes no es la de los vínculos. A medida que se multiplican las herramientas para la comunicación solo se incrementa la soledad conectada. A pesar del imperativo de flexibilidad que nos obliga a una multitarea desbocada, todas las actividades remiten a la única obligación de alimentar la conexión. El resultado es desalentador: hablamos de manera incansable con todos, pero sobre nada y para nada que no sea prometer conectar­nos de nuevo. La mayor parte de nuestras habilidades permanecen erráticas si no competen a una habladuría general que, en última instancia, nos descalifica para la práctica de una cooperación que podría aventurar algo distinto. Participar y colaborar no significan lo mismo. Participar conlleva ingresar en un marco de acción que ya está establecido y que no se modifica con la incorporación de nuevos participantes. Colaborar, por el contrario, comporta redefinir el marco de acción hasta hacerlo distinto de aquellos marcos previos de los que proceden cada uno de los colaboradores. Por esta ecuación se deduce que, en la medida que participamos de la conexión, de un modo lento y simulado somos desactivados como fuerza de colaboración.

En esta tesitura y para ponderar los efectos de este revés, se hizo común hablar de lo común. Pero es probable que muy pronto ­ a medida que escale posiciones en las preferencias de búsqueda ­ lo común deje de serlo hasta quedar reducido a la mera condición de palabra clave en la multiplicación y distribución del tráfico de ruido. Ruido en común. Es imprescindible apresurarse y encontrar los atajos que permitan rehabilitar las políticas de colaboración frente a la cooperación política que solo promete universalizar la mera conexión. En esta urgencia es donde se hace legítima la melancolía de la “nostalgia reflexiva”1 .

La nostalgia reflexiva es prospectiva y por ello política. En oposición al humor triste de la mera añoranza, la nostalgia reflexiva es un modo de conjugar el tiempo capaz de revertir la amenaza del futuro pasado (la repetición de la participación que perpetúa lo mismo) en la posibilidad de un pasado futuro ( la apertura de un antaño que colabora en la construcción de un mañana distinto)2. Los ecos del pasado cargados de elocuencias futuras siempre corresponden a la voz de los vencidos. Solo aquello que todavía no tuvo cumplimiento puede retomar su pulso sobre el horizonte del presente para abrirse nuevos espacios futuros de posibilidad. La nostalgia reflexiva, en consecuencia, lejos de operar como una mera memoria en bruto, incapaz de distinguir entre lo remoto y lo promotor, transforma la evocación de las derrotas en una potencia de melancólica, una fuerza competente para anticipar su reparación. Lo que nos incumbe en este escenario es reconocer el objeto melancólico: dar con la ruina prometedora de una idea de lo común colaborativo distinta de las lógicas de lo usual y lo corriente que hoy la acechan por doquier.

En la historia moderna de la cooperación3 cabe distinguir, al menos, dos procesos bien distintos. De una parte, la acción conjunta y unitaria para articular un contrapoder; de la otra, la acción colaborativa y solidaria concebida como un fin en si misma y capaz promover un tejido comunitario. La vieja y torpe distinción entre los objetivos de la una “izquierda política” y una “izquierda social”. La primera dinámica se funda en un modelo de cohesión social predeterminado y antagónico frente al modelo hegemónico; la segunda, por el contrario, no disfruta de ninguna prefiguración sino que mantiene abiertas todas las posibilidades futuras con las que podría formatearse lo común. Pudiera ser que, así como la política clásica exige un combate entre modelos antagónicos, la cuestión germinal de la experiencia política primitiva se reduzca a mantener en abierto los procesos de constitución de grupos. En otras palabras, así como la ortodoxa cooperación política exige una disciplina anónima y fiel al programa definido de antemano; la difusa política de colaboración permite conservar la singularidad en el marco de un proceso comunal sometido a una constante redefinición. Si esta suerte de disyuntiva es pertinente, la cifra de nuestra nostalgia reflexiva parece condenada a sucumbir. De una parte, es evidente que no podemos evocar ninguna idea de lo común colaborativo bajo el estigma de un programa preestablecido que ya disfrutó de alternativa para conquistar el futuro. De otro lado, tampoco parece factible el puro evocar episodios libertarios en la medida que solo conservan como modelo su propio carácter dinámico sin ninguna forma adecuada para el recuerdo. La estrecha posibilidad que se mantiene abierta para la nostalgia reflexiva es la que remite a una experiencia política clásica que la potencia de melancolía actualiza como experiencia política primitiva.

Bajo el modelo de los Clubs Obreros que Rodchenko o Mélnikov levantaron en la Unión Soviética a finales de los años veinte, cuando en 1950 el SKP (Partido Comunista de Finlandia) accede episódicamente al poder, encarga a Alvar Aalto la sede social del Partido, una Casa de la Cultura que de inmediato se convierte en el principal símbolo del movimiento obrero finlandés. El edificio se construye gracias a la cooperación de numerosos voluntarios que de un modo entusiasta y entregado ofrecen su fuerza de trabajo para consumar un objetivo común. La recesión económica de los años noventa provocó la pérdida del edificio, convertido desde entonces en una arquitectura amnésica, reubicada sin complejos en la historia de la arquitectura pero ajena a los derroteros de la historia política de Helsinki. Rakentajan käsi (la mano del trabajador) es un proyecto que evoca aquel episodio pero, ante todo, lo actualiza mediante la voz de aquellos cooperantes que recuerdan con nostalgia aquella aventura colaborativa. Los distintos testimonios coinciden en la tonalidad explícita de la nostalgia reflexiva: no se recuerda tanto el programa que auspició el proyecto como el acto mismo, la pura experiencia de sus encuentros y la confluencia de habilidades que entonces se produjo. El conjunto de relatos crece en la derrota política de lo planeado, pero también compone una orgullosa partitura coral sobre la fuerza abierta y difusa de la pura colaboración.

1 Véase para esta noción : Svetlana Boym. El Futuro de la nostalgia. Antonio Machado Libros. Madrid, 2015. Sobre la noción de melancolía en este contexto, véase Wendy Brown. Resisting Left Melancholy, “ Boundary 2, vol. 26, n.3 (1999).pp.19?27.

2 Sobre estas conjunciones heterodoxas del tiempo, véase: Reinhardt Koselleck. Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Paidós. Barcelona, 1993.

3 Puede reconstruirse en Richard Sennett. Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación. Anagrama. Barcelona, 2012.

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