Entrevista con Domènec (vía e-mail) / Maria Victoria T. Herrera (Perro Berde, Manila 2019)

publicado en Perro Berde (Manila, Filipinas, 2019).

 

En febrero de 2019, la Ateneo Art Gallery acoge la exposición de Domènec titulada Ni aquí ni en ningún lugar, organizada en colaboración con el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y con el apoyo de la Embajada de España en Filipinas. La exposición incluye obras seleccionadas de la muestra del MACBA, así como dos nuevas obras creadas por Domènec tras una visita de diez días a Manila y a modo de respuesta al contexto filipino. Es también uno de los ponentes que participan en las charlas de arte de la Feria de Arte de Filipinas de 2019. El siguiente cuestionario explora su trayectoria y sus percepciones sobre el rol de los artistas en la revisión del pasado, la reevaluación de la historia y la recuperación de la voz de los sin voz.

ATENEO ART GALLERY:
Especialmente para los lectores filipinos, ¿puedes darnos una visión general de tus comienzos o de tus primeros años como artista?

DOMÈNEC:
Mis años de aprendizaje coinciden con los últimos años de los ochenta; mi primera exposición relevante es de 1989.

En 1975, el dictador muere después de cuarenta años en el poder y comienza un periodo de transición. Transición hacia una democracia llena de conflictos y tensiones entre las estructuras oligárquicas y conservadoras que buscan, y en parte logran, mantenerse en el poder, y el deseo de la población en general, mujeres, trabajadores, estudiantes… de iniciar un cambio profundo y radical. Este periodo de agitación política, que experimento intensamente como estudiante de bachillerato, podríamos decir —simplificando un poco— que termina en 1982, cuando el Partido Socialista gana las elecciones por mayoría absoluta. Por primera vez desde 1939, España está gobernada por un presidente que no tiene nada que ver con la dictadura fascista. Fue el comienzo de un periodo de euforia que resultó de un acto de olvido colectivo, en el que nadie sería juzgado por los crímenes de la dictadura (todavía hay decenas de miles de cadáveres sin identificar en fosas comunes diseminadas por todo el país).

En el contexto del arte, este periodo de euforia, amnesia y superficialidad coincide con una burbuja especulativa del mercado del arte. Las universidades y escuelas también participan, en cierto modo, en este proceso, interrumpiendo la transmisión del conocimiento entre nuestra generación y la generación de artistas españoles de los setenta, mucho más implicados en prácticas artísticas comprometidas con la experimentación, la crítica social o el compromiso político.

Podríamos decir que fue a finales de los años ochenta y en la primera mitad de los noventa cuando algunos jóvenes artistas empezaron a configurar otras formas de trabajar más allá de los parámetros establecidos por las instituciones públicas y el mercado del arte de la época, empezando, entre otras cosas, a reconstruir la relación con la tradición local del arte conceptual y político. El trabajo de artistas como Francesc Abad (1944), por ejemplo, que fue absolutamente invisible durante los ochenta, resultó fundamental en los noventa para volver a introducir la recuperación de la memoria de las víctimas de la dictadura, con su proyecto El Camp de la Bota.

AAG:
¿Qué circunstancias te condujeron a tu práctica artística actual? ¿O qué te llevó a centrarte en la modernidad, la arquitectura y el urbanismo como focos de interés y de crítica?

D:
Siempre me ha interesado mucho la arquitectura, al igual que la historia contemporánea y la teoría política, pero fue hace más de veinte años, a mediados de los noventa, en un momento histórico caracterizado por el triunfo del capitalismo global y la aparente derrota de todos los intentos de construir escenarios alternativos, cuando empecé a preguntarme, a través de mi práctica artística, sobre el papel del artista en la sociedad y sobre mí mismo como sujeto contemporáneo.

De las prácticas artísticas, la arquitectura es la que, de forma más radical y a veces incluso traumática, afecta a la vida cotidiana de las personas y al mismo tiempo está atravesada por todos los conflictos y contradicciones políticas. Esto la convierte en un territorio ideal para analizar cómo se materializan los diferentes procesos de la modernidad, incluso cuando chocan diferentes «modernidades».

La relación íntima, compleja, peligrosa y a menudo contradictoria que establece la arquitectura con la ideología y las utopías sociales, por un lado, y con el poder oligárquico, el mercado y la especulación, por otro, constituye un campo perfecto para desplegar la práctica artística contemporánea como proceso de análisis y crítica.

Justo cuando las utopías habitacionales derivadas de la Carta de Atenas (1933) naufragan completamente en las periferias metropolitanas de todo el mundo, es más pertinente replantear la cuestión de cómo vivir juntos.

AAG:
¿Cómo comienza un proyecto de arte para ti? ¿Qué te interesa para seguir investigando sobre un tema específico o un acontecimiento o periodo histórico?

D:
Esto depende de muchas variables, pero podríamos decir que hay dos tipos de proyectos. Proyectos autogenerados, es decir, proyectos que son el resultado del proceso general de mis investigaciones e intereses, y proyectos generados desde un contexto, ya sea social, geográfico, político o específico. Por ejemplo, un proyecto sobre arquitectura utópica soviética como Conversation Piece: Narkomfin sería un ejemplo de la primera tipología. Nunca he estado en Moscú y, por lo tanto, el proyecto no responde a una reacción a un contexto específico, sino a un proceso de reflexión más general sobre los límites del proyecto de la modernidad.

Por otro lado, la larga serie de proyectos sobre el contexto de Israel y Palestina (Real Estate, 48_Nakba, Erased Land o Baladia Future City) son el resultado directo de una intensa relación con un contexto geográfico específico, iniciada con una invitación de Nirith Nelson, comisaria israelí, para trabajar en ese lugar. Muchos de mis proyectos empiezan de esta manera, con una invitación a permanecer en un nuevo contexto. Una vez encendida la mecha, comienzo un proceso más o menos largo de inmersión e investigación en ese contexto. Aplico lo que llamo un proceso de investigación «bastardo», que funciona a muchos niveles, desde la experiencia física del lugar, el recorrido, la observación y la escucha, hasta la conversación con todo tipo de personas y agentes —desde el vendedor ambulante de comida hasta el activista político, desde el taxista o el refugiado hasta el periodista o el académico— o la consulta de archivos históricos o lecturas especializadas. Finalmente, el proyecto resultante es una especie de «respuesta» al lugar.

AAG:
En el ensayo del catálogo se señala que ves la arquitectura como un «inconsciente político». ¿Puedes desarrollar esto?

D:
Hay una frase que define perfectamente este concepto: «Ningún edificio es inocente». Un análisis formalista y académico de la arquitectura centraría su interés en las cualidades formales y estéticas de los edificios, como si fueran cuerpos abstractos, pero ningún edificio es inocente. Su «inconsciente» está cargado de conflictos políticos, de dramas humanos ocultos, de historias de vida de los trabajadores que lo construyeron, de los que lo habitaron… Este «inconsciente» es lo que me interesa y lo que intento rescatar en mis proyectos, como, por ejemplo, en el proyecto Rakenjan Käsi (La mano obrera) que hice en Helsinki. En lugar de centrar mi investigación en el edificio Kulttuuritalo (Casa de la Cultura, 1952), diseñado por Alvar Aalto, todo mi interés se centró en recuperar la voz y la memoria de los trabajadores voluntarios que dieron generosa y gratuitamente más de 500 000 horas de sus vidas para la realización del proyecto. Mi proyecto plantea la cuestión de por qué la contribución fundamental de estos voluntarios ha sido olvidada en los relatos oficiales.

AAG:
¿Cómo ves tu papel hoy como artista con relación a las «conversaciones» con iconos de la arquitectura y proyectos modernistas en los que te has embarcado?

D:
He trabajado en torno a los paradigmas arquitectónicos de la modernidad, con una lectura crítica de las construcciones simbólicas de Alvar Aalto, Mies van der Rohe o Le Corbusier, en un intento de identificar la arquitectura como el «inconsciente político» de la modernidad. Como ya detectó Walter Benjamin, los proyectos de los arquitectos constituirían la mejor encarnación de todos esos sueños de una modernidad impotente para cumplir sus promesas de emancipación y bienestar para todos. Irónicamente, las contradicciones entre el programa ideológico y la realidad política se hacen más evidentes en los proyectos de vivienda social.

Trabajo con el concepto de historia establecido por Walter Benjamin, según el cual revisar la historia solo tiene sentido si es una herramienta de combate político para el presente. Me interesa estudiar qué ha pasado con estos proyectos para volver a situarlos en el presente, para que puedan ser discutidos; aportar complejidad, capas de sentido, para que juntos podamos imaginar y reimaginar alternativas.

AAG:
Tu visita de investigación a Manila el pasado julio de 2018 fue bastante breve, pero pudiste explorar y desarrollar un nuevo proyecto. ¿Te llevaste nuevas impresiones de Filipinas o Manila durante esta visita de diez días? ¿Puedes contarnos algo más sobre el nuevo proyecto en el que estás trabajando para la exposición de la Ateneo Art Gallery?

D:
Sí, mi primera visita a Manila, y primer contacto con el contexto de Filipinas, fue bastante breve, pero intensa. Debo admitir que mi conocimiento previo era muy pobre. El contexto filipino parece realmente interesante y complejo, con muchas capas de sentido que coexisten en la misma situación espacio-temporal.

Me sorprende lo ignorantes que somos nosotros, los habitantes de España, sobre nuestro pasado colonial, sus consecuencias y las responsabilidades que de él se derivan. A pesar de que el último proceso de descolonización de los territorios del norte de África tuvo lugar en los años setenta, todavía no ha habido un debate importante en la opinión pública. Solo recientemente hemos empezado a revisar y cuestionar a algunas de las figuras importantes del último periodo colonial en América (Cuba y Puerto Rico) y Asia (Filipinas), como Antonio López y López, el marqués de Comillas, un hombre de negocios muy bien relacionado con el poder político y la monarquía, fundador —entre otras grandes empresas— de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, y que cimentó su fortuna dedicándose a la trata de esclavos en Cuba. Las grandes fortunas de la burguesía barcelonesa del siglo XIX y la riqueza industrial de Cataluña, por ejemplo, se basan en la esclavitud y la explotación de los recursos naturales de los territorios colonizados.

En mi trabajo me ha interesado cómo, más allá de la ocupación territorial y el saqueo de la riqueza natural y de los cuerpos, el colonizador también «coloniza» las imágenes culturales de los colonizados, apropiándose de sus referentes, embruteciendo a la población y construyendo una historia exotizante, en la que el colonizado es presentado como un «salvaje» que necesita la intervención «civilizadora» del colonizador a través de su aparato educativo, ideológico y militar.

Entrevista a Domènec / Manuela Docampo y Adriana Leanza

Entrevista a Domènec por Manuela Docampo y Adriana Leanza

On Mediation. Platform on Curatorship and Research
Entrevistas Materia Prima (10 /07/2018)

Domènec (Mataró, 1962) es un artista visual que trabaja con distintos formatos, como la escultura, la fotografía, las instalaciones o el vídeo. Su investigación se centra en diferentes contextos locales y en el proyecto arquitectónico de la modernidad como legado de la época contemporánea. Ha realizado numerosas exposiciones en diferentes países como Irlanda, Bélgica, Francia, Italia, Estados Unidos, México, Argentina, Brasil, Israel, Palestina, Finlandia o Japón.

 

Manuela Docampo [MD]: Empezamos con una pregunta común a todas las entrevistas, relacionada con Materia Prima: ¿qué sentido crees que tiene realizar una cartografía de artistas de media carrera en el ámbito de Barcelona?

El formato tan anglosajón de la media carrera, que sería el artista que está entre los cuarenta y los cincuenta años, es un poco extraño, pero cartografiar un momento de un contexto me parece interesante. De vez en cuando es necesario hacer una revisión de qué está pasando y cuáles son las temáticas, las formas, los modos de trabajar…, ver qué se respira, qué links, qué interacciones y qué interrelaciones se establecen entre una comunidad y un contexto concreto. Aun así, al ser una exposición con una curadoría colectiva, tiene sus pros y sus contras. Toda cartografía deja a alguien fuera porque cada uno tiene su propio ranking.

MD: El término media carrera también hace referencia a artistas que han logrado reconocimiento a nivel local pero que aún no se han consagrado internacionalmente. Quizás resulta paradójico que participes en Materia Prima y que, justo después, vayas a inaugurar en el MACBA.

Claro, es que es muy relativo. Allí podríamos entrar en muchos debates: hay artistas en la exposición como Yamandú, que no ha tenido una retrospectiva en el MACBA pero en Uruguay es un personaje absolutamente reconocido.

MD: ¿Te sientes identificado con el término media carrera?

No me siento nada identificado. Las prácticas contemporáneas no funcionan al estilo de carrera; la palabra carrera a mí me produce auténtica alergia. Además, el concepto está presente en contextos donde el mercado, las instituciones, la estructura y la institución Arte funcionan y, por lo tanto, la gente tiene carreras, y estas tienen una lógica biológica… Eso, en nuestro contexto, es un poco surrealista. Está bastante alejado de la realidad. Finalmente, no te relacionas tanto por generación, sino por intereses, por temáticas, por formas de trabajar… Por lo tanto, insisto, esto de media carrera

 Adriana Leanza [AL]: Volvemos a la exposición que inauguras en el MACBA, Ni aquí ni en ningún lugar (del 18 de abril al 11 de septiembre de 2018), que traza un recorrido que va desde finales de los noventa hasta la actualidad. Nos parece que este título sintetiza muy bien tu producción artística.

Fue difícil en esta exposición encontrar un título, porque no es realmente una antológica, ni una retrospectiva en el sentido clásico, no tiene una voluntad historicista. Las piezas no se organizan de forma cronológica, sino que hemos intentado construir un relato conceptual. El recorrido es bastante libre: empieza con una pieza que hice en 2012 sobre los icarianos, una utopía del siglo xix, y, de hecho, el recorrido termina con unas piezas que reflexionan más bien sobre procesos muy distópicos. En cierta manera, ese juego lingüístico de «ni aquí ni en ningún lugar» no deja de ser una expresión popular. Ningún lugar, etimológicamente, es «no place», «no lugar»; es utopía. De ahí la idea de los icarianos que en el año 1948 se largaron a EE. UU. para seguir la utopía y al final todo terminó siendo un fracaso total. Me gustaba jugar con esta ambigüedad del título. Puede ser un interrogante, puede ser una afirmación, puede tener muchas lecturas.

MD: A finales de los noventa comenzaste a centrar tu trabajo en los modelos arquitectónicos del proyecto moderno. Sin embargo, anteriormente tus piezas ya reflexionaban alrededor del espacio y la noción de habitar, como por ejemplo la serie Hibrids (1996-1998). ¿Cómo llegaste a interesarte por los proyectos de arquitectura de la modernidad?

Desde principios de los noventa empiezo a preguntarme sobre mi papel como artista y mi responsabilidad política. Siempre me había interesado la arquitectura, porque, de las artes, es la que realmente interfiere y modifica la vida cotidiana de las personas. El arquitecto, y el urbanista, quieran o no, más allá de algunos proyectos privados tienen una responsabilidad pública que afecta a gente que no ha encargado el proyecto, que no son espectadores o usuarios voluntarios del proyecto.

 AL: La arquitectura se relaciona estrictamente con el poder. Estoy pensando en la arquitectura fascista en Italia.

Claro. Para poder construirse, uno debe establecer unas relaciones ambiguas y peligrosas con el poder.

 MD: La arquitectura como inconsciente político…

Sí, allí fue donde empecé a investigar sobre el inconsciente político del arte, y sobre los límites del proyecto, las «grandilocuencias» de la modernidad y la realidad de la vida cotidiana de las personas. El caso más claro es 24 horas de luz artificial (1998), el proyecto es casi…

MD/AL: … irónico.

Exacto. Estos grandes relatos, típicos de la modernidad, eran mi background, pero, al mismo tiempo, yo me posicionaba con una cierta distancia sobre esta grandilocuencia ideológica, o esta confianza ciega en la posibilidad del proyecto moderno. Me parecía muy interesante estudiar sus límites, sus fisuras y sus contradicciones, como en el caso del hospital de Paimio de Alvar Aalto. Estuve allí un invierno, es una arquitectura increíble, pero cuando empiezas a estudiarlo y descubres que en 1929 la tuberculosis no se curaba, que en el fondo este hospital era un magnífico lugar donde ir a morir, se produce una gran paradoja. Más tarde he introducido en mi investigación un interés por el monumento, quería reflexionar sobre las artes que más directamente afectan a un espectador no especializado.

AL: También la desmonumentalización de la arquitectura, su conversión en simulacro. Esta acción de apropiarse de una arquitectura importante, como puede ser la Unité d’Habitation o la Casa Bloc, y, de repente, hacerla accesible a cualquier persona.

En muchas de mis piezas hay un juego irónico, desmitificador, de bajar del pedestal los grandes proyectos. Se trata de establecer un tipo de relación menos grandilocuente, más informal, cotidiana y directa. Una relación menos cargada del peso del programa. Sin embargo, mi trabajo no es una impugnación, es una reflexión crítica. Mi posición es de diálogo, de cuestionamiento, pero desde cierta complicidad. A veces, incluso, de cierta melancolía.

 AL: Realmente estos proyectos modernos te fascinan.

Claro. La Unité d’Habitation me fascina, pero al mismo tiempo nos relacionamos con estos proyectos desde otro tiempo y contexto. Mi crítica sería, más bien, desde ciertas posiciones de la arquitectura y el urbanismo anarquista o libertario, en el sentido de que –aunque pueda compartir su voluntad de construir espacios de vida en común– no dejan de ser, en general, posiciones, voluntaria o involuntariamente, autoritarias o paternalistas. La relación de surfeo sobre el compromiso político que establecen Mies van der Rohe o Le Corbusier produce escalofríos. Me centro en cómo deconstruir todo ese sustrato, ese inconsciente político.

AL: Por eso te interesa trabajar en el espacio público. Espacio público como espacio político.

Sí, de hecho se produce una paradoja cuando se introduce un trabajo en el white cube, en el contexto del museo: tanto el emisor como el receptor operan bajo el «modo arte», hay una aceptación de un código, unas pautas de comportamiento. En cambio, cuando se introduce una escultura en un espacio público, se inserta en un espacio de negociación y conflicto de personas que no tienen ninguna obligación de utilizar el código del arte. Y allí se producen situaciones y conflicto político.

 MD: Como dices, en el espacio expositivo hay instaurados unos códigos que en el espacio público no existen. ¿Cómo valoras el impacto de las intervenciones públicas en las realidades sociales y políticas en las que se ubican?

Es difícil valorar los resultados con parámetros de rentabilidad social y política. Lo que me interesa es experimentar lo que pasa allí, creando distintos niveles de lectura. Un caso clarísimo es la intervención de la torre Tatlin en México (Playground, 2011), cuyos primeros receptores, los niños, no tenían el referente cultural o iconográfico para entender la obra. Seguramente muchas veces solo yo, y quien haya seguido de cerca todo el proceso, podemos ser capaces de entender todos los matices que se han producido alrededor del proyecto. Pero lo que me parece interesante es darle diferentes vueltas. En este caso, decidí retirar mi pieza antes de que terminase el periodo de exposición para instalarla en un centro cultural y social para niños de Iztapalapa. En el fondo es una ironía sobre la utopía nunca realizada, que se convierte en un juego de niños y, finalmente, participa de un micro proceso revolucionario: formar parte de un centro autogestionado. Me encanta que las piezas tengan estos links y no me importa que la gente solo lea una parte o muchas; me gusta dejar la posibilidad de que estas ramificaciones se puedan seguir o no.

 AL: En tus proyectos existe un intento de recuperación de la memoria política.

Claro, se trata de confrontar el relato del poder con los microprocesos de construcción colectiva, nuevas formas de vivir en común, más igualitarias y más justas. Normalmente son experimentos que fracasan, algunos muy ingenuos, pero no por eso dejan de ser interesantes.

AL: También está presente la idea de refugio, como por ejemplo en Sakai Shelter (2016) o Existenzminimum (2002).

Sí, por supuesto. El refugio es un acto de autogestión. Si eso lo trasladamos a un contexto más político, espacio y lugar siempre tienen una connotación política, son pequeños refugios de sujetos expulsados por el sistema. Son como metáforas, homenajes. Existenzminimum es un refugio; en este caso me refería más a la indigencia, a la intemperie ideológica. Me refería más a mis amigos, a mis contemporáneos y a mí mismo como sujetos, a principios del siglo xxi, que residen en la intemperie, desprovistos de relatos para explicar el mundo. Hemos perdido los referentes. Hay que entender el contexto en el que se hizo esa pieza, muy ligado al año 1989, a la caída del muro de Berlín y a la victoria, a principios de los ochenta, de Reagan y Thatcher. En el caso de Sakai Shelter es lo mismo, pero más centrado en sujetos del contexto. Desde finales de los noventa, con el colapso de la economía de Japón aumentaron enormemente los homeless. Cuando la economía se recuperó, esos sujetos ya no eran útiles para el sistema y ahora, ya viejos, siguen viviendo en chabolas. Me interesó trabajar esa idea.

AL: En Sakai Shelter (2016), Here/Nowhere (2005) o los proyectos relacionados con Palestina-Israel, como por ejemplo Real Estate (2006-2007), tu aproximación es muy arquitectónica: estudias a fondo el territorio, el espacio y el contexto social, político e histórico.

Sí, me gusta trabajar sobre un contexto concreto, y el motor principal es la curiosidad: intentar entender un contexto específico. En Here/Nowhere, aunque es un proyecto muy contextualizado, fue muy fácil: ver el lugar y ¡pam!, salió… A veces pasa eso, ves la imagen y ves casi el producto final. Todo el proceso consistió en ajustar el proyecto, no hubo una gran labor de investigación. Fue más bien estar ahí, hablar con la gente… Y el background de haber leído literatura irlandesa. En el caso de Palestina-Israel no tenía mucha información, realmente. El motor fue que me invitaron a hacer una residencia allí. Estuve dos años absolutamente full-time trabajando en ese tema, y fui como siete u ocho veces a Jerusalén.

AL: Esto es un proceso de investigación de campo, y luego tienes otro tipo de proceso que es más de archivo.

Intento combinar las dos cosas. De hecho, lo ideal para mí es una metodología excéntrica. No es una auténtica metodología científica. No es ni la metodología del historiador, ni la del antropólogo, ni la del periodista. Lo ideal para mí es sumar estas posibilidades. Y el flâneur… Todas esas capas de información las voy acumulando y después intento darles una forma coherente. Normalmente, siempre que puedo, y siempre que lo permite el proyecto, lo que pido es estar un periodo de investigación, sin objetivo ninguno.

MD: Para que el tema surja.

Eso es. Pasar un tiempo ahí, caminar, hablar con gente, hacer entrevistas. Las primeras semanas son simplemente caminar. Pero, al mismo tiempo, voy leyendo libros de historia o novelas. En el caso de Palestina-Israel, leí literatura, vi mucho cine, me entrevisté con arquitectos, antropólogos e historiadores. Iba al barbero judío tradicional, para que me hablara. No jerarquizaba una información sobre otra. El contexto era tan complejo que me obligó a ir más allá incluso de lo que yo inicialmente había previsto.

MD: Resulta sorprendente cómo la temática de Palestina-Israel te llegó de casualidad, porque encaja con total coherencia en tu práctica artística. Parece casi obvio que llegarías a este punto.

Al llegar ahí descubrí que era el mejor caso de estudio que podía haber encontrado, sin haberlo buscado. La invitación era para una residencia en Jerusalén, en The Jerusalem Center for Visual Arts. Sin embargo, en principio lo que me fascinaba de ahí era Tel Aviv, una ciudad construida en las dunas, de la nada, por alumnos de la Bauhaus, como Brasilia o Chandigarh; pero, después, descubrí que Jerusalén era el laboratorio urbano más complejo que he conocido nunca. Es una ciudad donde chocan todos los conflictos contemporáneos. Me servía, y me ha servido, para seguir pensando y repensando la ciudad.

MD: ¿Algunas de las piezas nuevas realizadas para la exposición del MACBA tratan este contexto?

Sí, hay una pieza sobre el juicio de Eichmann, la última de la exposición. Construye este relato, que empieza con la utopía del siglo xix y acaba con el juicio de Eichmann. No he querido que tratara tanto el tema del Holocausto, ni el contexto palestino-israelí. He puesto como título el primer capítulo del libro de Hannah Arendt Audiencia Pública. Yo quería terminar mi exposición aquí, interpelando al espectador: ¿dónde te posicionas?

 

 

Ni aquí ni en ningún lugar. Conversación con Domènec / Pedro Hernández Martínez (Arquine, 8-05-2018)

Publicado en Arquine (Ciudad de México, 8 de mayo de 2018)

 

El museo MACBA de Barcelona acoge desde el pasado 19 de abril el trabajo del artista catalán Domènec. La muestra, Ni aquí ni en ningún lugar, reúne más de 20 años de trabajo del artista, en los que, a partir de varios edificios o monumentos emblemáticos de la modernidad, se analizan las propuestas del movimiento moderno y su legado en la contemporaneidad, con el fin de plantear el impacto actual de propuestas utópicas surgidas a raíz de la revolución industrial y en contraposición al capitalismo.

Como parte de la exposición, el artista interviene también el Pabellón de Alemania, diseñado por Mies van der Rohe y Lilly Reich para la Exposición Universal de Barcelona de 1929. Su propuesta, El estadio, el pabellón y el palacio es coordinada en conjunto por la Fundació Mies van der Rohe y el MACBA y reflexiona sobre la imagen ideal de la montaña de Montjuïc –la ofrecida en 1929– y la contrapone con la realidad social de ese lugar en los años posteriores a la celebración del evento, todo a través de la inserción de imágenes, textos y objetos en el espacio del Pabellón.

 

Pedro Hernández: Presentas en el Pabellón de Barcelona una intervención que forma parte a su vez de una muestra en el MACBA que recoge 20 años de tu trayectoria, ¿puede explicarnos un poco qué se puede encontrar en el pabellón y qué busca contar la instalación?

Domènec: Así como en el MACBA hay trabajos antiguos, anteriores, en este caso es un proyecto completamente nuevo, pensado para el espacio. Se trata de una instalación ex profeso, hecha para el pabellón, de la que una pequeña parte también se puede encontrar en el museo. Cuando me propusieron hacer algún proyecto en ese lugar, pensé en analizar y estudiar el fenómeno de las Exposiciones Universales. Siempre que he visitado el pabellón, veo la paradoja de que es una arquitectura que no contiene nada, que sólo se muestra a sí misma, es la pura representación de ella misma. Cuando se creó en 1929, no contenía nada ni exponía nada, no funcionaba como un display para presentar productos o información sobre Alemania, sino que sólo se diseñó para el acto protocolario de recibir a los reyes de España, como el escenario para el teatro del poder. Luego amplié el foco y analicé que todas las exposiciones universales no son sólo decorados para ese teatro de la política, la diplomacia o las relaciones públicas. Me centré en saber qué pasó después, no sólo con el pabellón alemán, que fue desmantelado, sino con otros muchos pabellones, palacios y equipamientos que se construyeron en la montaña de Montjuic alrededor de la exposición y que no se desmantelaron, que quedaron ahí. Quería saber qué pasó con el reverso, con la parte de atrás, ese patio trasero de la exposición. Y resultó muy interesante porque descubrí varios fenómenos urbanos de la ciudad de Barcelona. Uno fue el crecimiento brutal de la inmigración procedente del resto de España para participar como mano de obra en la construcción de la propia exposición. Esa mano de obra llegó a una ciudad que no estaba preparada para ello. La administración pública, el mercado, no habían producido un parque de vivienda para ellos, y esa población, aun teniendo trabajo, tuvo que vivir en chabolas, barrios autoconstruidos de arquitectura muy precaria. Una parte importante de estos se ubicaron en la parte de atrás de la montaña de Montjuic. La zona de la montaña que mira a la ciudad se hizo bonita para acoger a la exposición, mientras esa parte trasera acogía miles de viviendas informales.

Durante aquellos años, Barcelona era conocida como Barrácopolis, porque tenía una población en barracas inmensa. Éste fenómeno se acentuó a partir de 1939, al final de la Guerra Civil. En la posguerra hubo una gran hambruna. El país estaba en ruinas y miles de personas del sur de España iban a ciudades como Madrid, Bilbao y Barcelona, que eran los focos industriales del país. Estos nuevos pobladores se sumaron a aquellos que ya vivía en barracas y el fenómeno se acentuó, llegando a tener una población flotante de unas 100,000 personas. Teniendo en cuenta que la ciudad de Barcelona contaba en aquel momento un millón de habitantes, nos encontramos con que un 10% de ellos vivía en alojamientos informales.

El proyecto analiza esto, pero, sobre todo, una particularidad: qué pasó con algunos de los pabellones nacionales y palacios expositivos que quedaron medio abandonados después de la exposición. Así descubrí un artículo llamado El estadio, el pabellón y el palacio –que es el título que yo le he puesto a mi proyecto—, donde Huertas Claveria —un joven periodista, el primero que habla del tema pues tienes que pensar que estamos en plena dictadura franquista, con un control muy férreo de lo que se publica— sube a la montaña de Montjuic y escribe que en el Estadio Olímpico, debajo de sus gradas, viven miles de personas amontonadas sin mínimas condiciones habitacionales, con familias separadas unas de otras sólo por sábanas. Mientras, en el Pabellón de Bélgica, que no había sido desmantelado, centenares de personas viven en su interior, que habían dividido. Además, el Palacio de las Misiones, construido en la Exposición de 1929 para mostrar las actividades caritativas de las Misiones Católicas en otros países, había sido convertido en esa época en un centro de internamiento de inmigrantes, esto es, una cárcel. En aquel momento existía una política represora por parte de la policía de la dictadura en la que, cuando un inmigrante llegaba a la ciudad, era detenido si no tenía un familiar que lo avalara o una empresa que dijera que le iba a dar trabajo. Si no podían probar estas cosas, se les internaba sin juicio en ese palacio de forma indefinida y, cada poco tiempo, se organizaba un tren que les llevaba de vuelta otra vez para su casa. Se calcula que esta ley duró más de 25 años y es un fenómeno poco conocido, que sólo algunos historiadores han atendido ahora, encontrando que al menos 15,000 personas fueron devueltas a su lugar de origen. Es sorprendente porque es una ley que ahora se aplica a los inmigrantes de fuera de la Unión Europea. Ahora, en Europa, existen los CIE (Centros de Internamiento a Extranjeros) que son lo mismo: se coloca a los inmigrantes sin papeles, que no han cometido ningún delito —según la ley, entrar a un país de forma irregular no es un delito, sino una falta administrativa— y que, por tanto, no deberían ser detenidos; se les interna; se les mete en una cárcel sin juicio, y se les devuelve en avión a sus países de origen.

Descubrir que la dictadura franquista aplicaba la misma política represora que ahora se hace con los ciudadanos de fuera de la Unión Europea me parecía un fenómeno poco conocido. Por ello, hemos recogido esa información y la hemos juntado con fotos y material de archivo en una publicación hecha con papel de periódico. Hemos editado miles de estos periódicos y lo hemos apilado ahí, en el pabellón, para que la gente que lo visita puede llevársela de forma gratuita y reconstruir ese pasado oscuro de todo el entramaje de la Exposición Universal.

Alrededor de esto realicé un juego de ucronía: imagino qué hubiera podido pasar si el pabellón no hubiera sido desmantelado; la instalación que te encuentras cuando visitas el espacio es un pabellón ocupado con restos de una vida de chabolistas: hemos quitado todos los elementos, como sillas, alfombras, cortinas y demás elementos de representación; luego, entre columna y columna del pabellón hemos puesto ropa tendida, además, hemos sustituido las sillas, diseñadas para que se sentaran los reyes como en el salón del trono, y hemos puesto dos sillas de formica, viejas y de segunda mano, muy populares. De esa manera, cuando el visitante entra en el pabellón se encuentra con una imagen muy sorprendente, como si el pabellón estuviera ocupado. Esto sirve como metáfora que acompaña a la investigación histórica sobre el reverso de la exposición.

PH: Ese reverso, esa otra historia, aparece de forma frecuente en tu trabajo: revisar la modernidad y ver cómo se ha cumplido o no. ¿Eso es lo que aborda la exposición en el MACBA?

D: La exposición puede ser leída de muchas maneras, pero podríamos decir que parte de una pieza que hice en 2012, una pieza dedicada a los icarianos, los seguidores de Étienne Cabet, un socialista utópico que a mediados del XIX intentan construir una sociedad utópica en Estados Unidos y que dura muy poco. Resulta un fracaso y no consiguen sus objetivos. Poéticamente, sin embargo, me parecía muy interesante que, al mismo tiempo que empieza el crecimiento del capitalismo y, por tanto, de la acumulación de capital, la acentuación de las diferencias de clase con la generación de gran cantidad de clase obrera en las ciudades, así como la radicalización de las formas de vida de los trabajadores, hubiera grupos de personas que creían en posibles alternativas utópicas. Mi proyecto es un homenaje con cierta melancolía. Realicé una estructura de madera con un rótulo pirotécnico que decía “Voyage en Icarie”, que es el título de la novela de Étienne Cabet donde imagina ese viaje a esa utopía: Icaria. Convocamos a la gente y encendimos el letrero, explotó, inundando de luz la plaza durante unos segundos para después consumirse y apagarse. Esa es la entrada a la exposición. Desde ahí es un caminar entre los intentos utópicos y sus contrarrelatos distópicos: cómo, desde la arquitectura, el urbanismo, la construcción colectiva, estas visiones entran en colisión con la realidad, con el sistema o con sus propios errores. Siempre hay un juego de ida y vuelta con esos proyectos, ya sean urbanísticos o a partir del control simbólico del espacio público, como pasa con los monumentos.

La exposición es un navegar entre la utopia y la distopía, entre las ideas y como trasladarlas a la realidad. Yo confronto esa modernidad occidental a los intentos, más o menos fracasados y fallidos, de plantear posibles alternativas. Me interesa, sobre todo, rescatar los relatos, las memorias, esas historias ocultas por el relato oficial de la Historia, y ese combate por crear alternativas donde los perdedores tienden a ser siempre los mismos.

PH. Entre la imagen ideal de lo moderno, has trabajado ocasionalmente con maquetas, con modelos que muchas veces confrontas al contexto ya construido. ¿Cómo opera para ti la maqueta?

D: La maqueta, cuando la realiza un arquitecto, siempre está planteada como un proyecto de futuro, una construcción de posibilidad: “construyo la maqueta y después el edificio.” En la maqueta, el arquitecto ensaya, presenta, muestra; el político se fotografía. Hay toda una representación optimista de algo que va a acontecer, incluso cuando se pueda quedar simplemente en proyecto, porque éste, por estar en esa fase, siempre tiene esa mirada positiva hacia el futuro.

Yo trabajo con maquetas de edificios que ya han sido construidos y juego con esa visión y la contraria: la maqueta posterior puede ser también como un fetiche, un souvenir de algo que no pasó. Me gusta jugar con toda la polisemia de significados que puede provocar la maqueta: como objeto simbólico, como posibilidad, como una ruina de lo que no llegó a ser.

PH: Otro de tus intereses es el de los monumentos derribados. ¿Cómo funciona el derribo de un monumento sobre el espacio público?

D: Si fuéramos rigurosos a nivel histórico, la modernidad empezaría en el siglo XVIII con el Estado-Nación, la Ilustración, el colonialismo y la implantación de la economía capitalista y cómo se expanden por todo el mundo estos modelos. Pero existe el inicio de otra modernidad, aquella que intenta construir alternativas al poder y que yo pongo en el derribo de la columna de la plaza Vendôme de París. Esto es un poco arbitrario, porque podríamos ir incluso un poco antes, con Fourier y los socialistas utópicos, pero yo lo coloco ahí porque casi todos los teóricos del momento consideran que la Comuna de París fue la primera revolución plenamente proletaria, donde el obrero es ese sujeto revolucionario. Y su acto simbólico más importante es el derribo de la columna Vendôme. Al cabo de unos meses, cuando se acaba la Comuna, se vuelve a levantar el monumento, que aún sigue ahí, representando lo de siempre: el poder de Napoleón, el del Imperio, el del poder establecido. Pero a mí el derribo me parece muy revelador, es una forma de construcción diferente del espacio: vaciándolo del monumento, se libera su control simbólico por parte del poder oligárquico.

Lo que ocurre en París es algo que también pasa en 1936 en Barcelona. Cuando se inicia la breve revolución anarquista ese año en la ciudad, lo primero que hacen los anarquistas es derribar los monumentos que representan tanto a esclavistas —los grandes burgueses que se habían enriquecido con el comercio de esclavos— como a políticos, como el General Prim, un general catalán que llegó a ser Primer Ministro de España y que era un personaje muy respetado por una parte de la sociedad catalana burguesa y tradicional. Pese a que Prim bombardeó la ciudad de Barcelona para aplastar una revuelta popular, el poder y las clases altas le hacen un monumento, mismo que es derribado en 1936, para fundirlo y convertirlo en balas con las que ir a luchar contra el fascismo. Al final de la guerra, cuando se produce la victoria franquista, se reproduce la estatua y se vuelve a colocar. Y ahí permanece. Es lo que pasa con la historia, que es un tejer y destejer constante.

Pero esa imagen me parece muy interesante: el derribo me parece una forma de creación artística; ciertas formas de iconoclastia son formas de creación artística colectiva y, al mismo tiempo, son formas de liberación del espacio. El derribo, el acto iconoclasta, es la afirmación de una forma de auto afirmación del control simbólico del espacio público. Y la exposición recoge también algunos de mis trabajos sobre la iconoclastia, sobre cómo los monumentos, en los movimientos revolucionarios, son derribados y cómo, cuando se restablece el poder, son restituidos.

PH: En ese sentido, ¿podría ser leída la ucronía que planteas en tu intervención en el pabellón como un gesto también inconoclasta?

D: Podría serlo. Siempre he pensado que al pabellón había que insuflarle vida. Me parece un lugar estéticamente fantástico, pero siempre faltado de vida. La arquitectura de Mies van der Rohe es tan perfecta que es una arquitectura donde es muy difícil que aparezcan rastros de la vida humana, de la memoria de la gente que la ha habitado. Y en el caso del pabellón aún más, porque nunca fue habitado; es simplemente un dispositivo de representación. Y sí, podría ser un gesto iconoclasta al subvertirlo de esta manera.

PH: Ya has comentado que estás interesado en esos espacios o arquitecturas que plantean alternativas a las establecidas por el poder. A partir de tus investigaciones, ¿crees que se puedan plantear modelos alternativos al capitalismo contemporáneo?

D: Es muy complicado decirlo. Yo juego con el concepto de historia que establece Walter Benjamin, donde revisar la historia sólo tiene sentido si es una herramienta de combate político del presente. Desde mi óptica como artista e investigador, me interesa estudiar qué ha pasado con esos proyectos para resituarlos en el presente, para que puedan ser discutidos. ¿Alternativas? No sé, es muy difícil que uno tenga posibilidades de articularlas. Pero sí puedo aportar complejidad, capas de significado para que entre todos podamos imaginar y reimaginar alternativas.

Mis proyectos no son impugnaciones, sino análisis críticos. Me interesa pensar que siempre hay posibilidades de intentar estas aventuras de realidades alternativas. Para mí es muy importante traer al presente esas historias y relatos para tener más elementos de juicio cuando intentemos crear esas alternativas. Y yo creo que siempre hay que intentarlo, aunque parezca muy difícil. Pero en la exposición eso también lo confronto con producciones directamente distópicas realizada por parte de los poderes establecidos. Una de las piezas, llamada Ciudad Futura, habla de una réplica a escala 1:1 de una ciudad palestina, usada tanto por el ejercito israelí como el norteamericano como espacio de entrenamiento militar para la guerra urbana, y que yo la planteo como la imagen de un futuro distópico.

En esta fase, que algunos denominan la fase final del capitalismo, donde se ha impuesto un relato único, los estrategas militares y políticos, ligados a los grandes poderes, imaginan ya la ciudad como el campo de batalla futuro. Las batallas ya no serán entre países sino entre el poder establecido y los desposeídos que habitan en los márgenes de las grandes ciudades. Esas masas de personas al margen de los beneficios del sistema y que algunos creen que pueden llegar a generar explosiones de violencia social. El I+D militar comienza a pensar ya cómo operar en el espacio urbano como campo de batalla. Eso lo confronto con esa realidad histórica, con los intentos futuros de crear a través de la construcción de espacio urbano de lugares donde vivir con igualdad y justicia social. Esta dialéctica es la que mueve toda la exposición.

 

Enlace con la publicación:

Ni aquí ni en ningún lugar. Conversación con Domènec

Domènec en el MACBA. Ni aquí ni en ningún lugar / Antonio Ontañon (Situaciones, 18-04-2018)

Un artículo de Antonio Ontañón para Situaciones del 18 abril 2018

El pasado día 12 de abril, tuvimos la suerte de poder entrar al montaje de la inminente exposición individual de Domènec en el MACBA, acompañados del artista mataronense. Ni aquí ni en ningún lugar es una muestra comisariada por Teresa Grandas que aglutina el trabajo de Domènec desde finales de los años noventa hasta la actualidad, incluyendo además dos producciones inéditas. En paralelo, presentará la instalación El estadio, el pabellón y el palacio en el Pabellón Alemán de Mies van der Rohe.

La exposición está estructurada a través de un eje común que crea un recorrido a través de la producción de Domènec de estos últimos 20 años. A lo largo de Ni aquí ni en ningún lugar aparecen tres cronogramas que articulan precisamente ese hilo conductor, y que nos dan pistas de la etimología que da lugar al título de la exposición: la utopía, término acuñado por Tomás Moro para referirse a una sociedad ideal inexistente, proviene de los conceptos griegos  (“no”) y (“lugar”), que  significan literalmente “no-lugar”.

La mano del trabajador y 48_Nakba

Entre las numerosas obras expuestas hemos escogido dos para mostrar el sentido de las investigaciones artísticas de Domènec y el tratamiento al que somete la idea de utopía y lugar. 

 La mano del trabajador (Rakentajan käsi) nos traslada a Finlandia, a Kallio, un antiguo barrio obrero de Helsinki y a una pequeña utopía hecha realidad: la construcción de una magnífica casa de cultura por parte de los propios trabajadores a instancias de la iniciativa del Partido Comunista finés (SKP). El arquitecto Alvar Aalto aceptó el encargo de la nueva Kulttuuritalo (casa de cultura) que, efectivamente, se construyó entre los años 1952-58. Centenares de obreros llenos de orgullo de clase dedicaron de forma voluntaria miles de horas de sus vidas a la construcción del edificio. Y vencieron con su esfuerzo a los sectores más conservadores de la sociedad finesa que ponía en duda abiertamente su capacidad para acabar la obra. Algunos de estos trabajadores (hoy muy mayores) han sido entrevistados y relatan el éxito de la construcción de su pequeña utopía, el disfrute del edificio construido y la decepción posterior cuando en los primeros años del siglo XXI el Partido Comunista en plena crisis vendió el edificio al Ayuntamiento de Helsinki.

 En 48_Nakba, Domènec nos traslada a los territorios palestinos ocupados por Israel y nos muestra cómo la realización de una utopía en un lugar concreto puede ser, al mismo tiempo, el infierno para otros. El mismo día que el estado de Israel celebra su independencia, Palestina celebra la Nakba (la Desgracia). En 1948, cuando las Naciones Unidas deciden dividir el territorio palestino para ofrecer un lugar al estado de Israel, un millón de los habitantes de esa tierra son expulsado y desde entonces viven en campos de refugiados. Domènec entrevista a varios ancianos palestinos que todavía recuerdan su vida en el pueblo del que fueron expulsados y el aspecto actual que tiene su lugar de origen en el Israel contemporáneo: puede ser una urbanización para colonos hebreos, una ruina en una ladera o un parking a la entrada de una universidad. Lugares a los que los palestinos nunca volverán…

 

Antonio Ontañón: ¿Estás muy preocupado con la recepción política que tiene tu trabajo artístico? Es decir, ¿hasta qué punto es para ti un problema, o no, que la obra se pueda convertir en una suerte de agencia o de elemento de cambio?

 Domènec: Los procesos de cambio político son siempre procesos colectivos, por tanto lo único que puedo hacer, en todo caso, es aportar un poco más. Sería muy pretencioso por mi parte pensar que yo, no ya como artista, sino como sujeto individual, pudiera transformar algo. En todo caso se trata de un proceso de suma.
Pienso que mi trabajo no responde a la idea de artista activista, sino más bien a la de un artista que reflexiona, que pretende pensar y repensar los mecanismos que funcionan en el mundo, contribuyendo de alguna forma a generar debate. No se trata tanto de un efecto político directo, sino más bien de un efecto político de carga de profundidad.

 

Antonio Ontañón: En este sentido, el filósofo Jacques Rancière plantea que la efectividad del “arte político” no reside tanto en su incidencia en un “afuera” (la realidad social) sino sobre todo en el mero hecho de existir como una forma de “politización de la estética”. ¿Te preocupa la repercusión social del “arte político”?

Domènec: En ese sentido podríamos decir que sí, que aunque no sea un artista que trabaja desde el punto de vista del activismo directo e inmediato –ya que mi trabajo reflexiona mediante procesos más largos–, me gustaría pensar que hay un espacio para este tipo de arte, desde donde aún se pueda generar pensamiento crítico, y que acaso éste pueda más tarde, con ayuda de todos, generar acción y transformación.

 

Antonio Ontañón: También eres uno de los creadores de la revista Roulotte, publicación en la que han aparecido varios de tus proyectos. Como artista, ¿qué diferencias y relaciones encuentras entre el hecho de publicar la revista o hacer una exposición? ¿Son actividades complementarias? ¿Son excluyentes?

 

Domènec: Creo que son fundamentalmente complementarias y ambas muy necesarias. Considero que tanto publicar Roulotte como mi trabajo artístico es parte de lo mismo, ya que en el fondo ambos pasan por la construcción de un relato, construyendo un material que pueda ser utilizado para entender el mundo del arte de una manera crítica, comprometido con la realidad, en sus contextos reales… Considero que es tan importante una cosa como la otra: si bien sabemos que la institucionalidad del arte tiene máquinas más potentes de visibilidad y legitimación que otras, pero para mi todo espacio como una revista, el espacio independiente de un colectivo, un centro okupado o un museo, son espacios públicos y por tanto se constituye como espacio social y político, convirtiéndose automáticamente en lugares donde actuar. No tenemos por qué ceder un espacio como el museo a otros, porque si yo tengo la posibilidad de desarrollar mi discurso sin coartadas y mis proyectos de forma coherente, ¿por qué no? Me parece que es tan necesario ocupar un espacio como el museo como podría serlo una publicación, un aula o una plaza.

 

Antonio Ontañón: Estamos viviendo una época de crisis en muchos niveles: crisis del Régimen del ‘78, crisis social, ecológica, económica, política, nacional… ¿cuál crees que debería ser la actitud de las instituciones y las personas concretas que forman parte del “mundo del arte”? ¿Deberían mostrar algún tipo de compromiso? ¿De qué forma?

 

Domènec: Esta pregunta es compleja, porque debería plantearse directamente en clave de ciudadano. A veces, cuando he impartido algún curso o seminario, especialmente en los EE.UU. –donde el concepto del arte como espacio de generación de pensamiento crítico no lo tienen muy claro– he explicado que mi práctica artística es mi manera de ejercer como ciudadano y por tanto, como ciudadano, me he de posicionar contra la censura, la represión, etc. Si entre todos nos reclamamos compromisos como ciudadanos, también hemos de hacerlo como artistas, no hay otra.

 

Antonio Ontañón: ¿Y desde un punto de vista más institucional como museos, asociaciones, sindicatos?

 

Domènec: Las instituciones tienden por naturaleza a desvincularse de estas problemáticas, manteniéndose al margen. Pero evidentemente se debería exigir un compromiso, porque las instituciones como el museo, la universidad, etc., en tanto que herederas de la Revolución Francesa, no deberían dejar de ser entendidas como instituciones de la ciudadanía. Aunque también es muy utópico pensarlo así, porque actualmente no dejan de ser instituciones que sirven para el mantenimiento y soporte del/los statu quo. De todas formas, creo que es más importante ver si el trabajo de una institución es disruptivo en la actividad que realiza en el día a día, si permite este tipo de trabajos de ruptura que ponen palos en las ruedas de los discursos hegemónicos y homogeneizados, que la declaración que pueda firmar o emitir un día en concreto, aunque también sea deseable que se posicionen y comprometan alrededor de estas adhesiones puntuales.

 

Alán Carrasco: Antes de terminar, y siendo que la memoria histórica es un tema de especial interés para todos nosotros –tanto en tu trabajo, como en la línea editorial de Situaciones, en el trabajo académico de Antonio o en el mío propio como artista–, me gustaría preguntarte alrededor de las decisiones más recientes que se han planteado dentro de las políticas municipales en las ciudades del cambio. Hablo de decisiones como el desmantelamiento de la estatua de Antonio López, o la apertura al público de espacios como La Modelo en Barcelona. ¿Cómo crees que se debería gestionar este tema y esta tipología de espacios de memoria?

 

Domènec: Respecto a la gestión de la memoria histórica y de los símbolos todavía no hemos encontrado la fórmula adecuada. Bueno, creo que de hecho sólo hay una fórmula adecuada, aunque suene un poco bestia: la forma adecuada es coger una cuerda, atarla al cuello del monumento de turno y echarlo abajo, porque es precisamente en ese momento revolucionario cuando ocurre uno de los pocos instantes que tendrá la gente de autogestión pura del espacio público. Es una manera un poco poética de explicarlo, pero es cierto que ese momento es uno de los pocos instantes en los que el ideal de la autogestión, de la autodeterminación como sujetos, se da de facto. Automáticamente después, el nuevo orden se constituye y crea sus nuevos relatos, peores o mejores. Es sólo del día 1 al 3 de octubre, entre el referéndum por la autodeterminación de Cataluña y la huelga general en que la gente tiene la capacidad de autogestionarse, y durante ese momento revolucionario es cuando la gestión de los símbolos funciona. El día 4 ya no. Recordemos cómo los revolucionarios de 1871 en París derriban la Columna Vendôme –columna en recuerdo de la victoria napoleónica en la Guerra franco-prusiana, que reemplazaba precisamente una efigie de la República, que a su vez había reemplazado una estatua ecuestre de Luis XIV–, y lo hacen porque la ocupación del espacio público no solamente es física, sino también es ideológica y simbólica. Si a mi me preguntas qué haría yo con la escultura del esclavista Antonio López y López te contesto que la derribaría y la dejaría ahí, tirada en el suelo, dejando en claro que ha sido derribada.

 

Respecto a la decisión de abrir La Modelo al público, creo que ha habido muy buena voluntad, porque la política oficial, especialmente de los socialistes con la memoria histórica consistió simplemente en la retirada de las cosas, higienizando el espacio, y consecuentemente borrando el conflicto. Con estas nuevas decisiones creo que lo que se intenta con espacios como La Modelo, el Born, etc., es interpretar, evitando el borrado. Aún así creo que no se ha encontrado la manera exacta.

 

Antonio Ontañón: Yo detecto en algunos de estos movimientos políticos recientes una intención de romper el tabú que impuso la Transición sobre los símbolos. Estaba pensando en la exposición Victòria. República. Impunitat i espai urbà que tuvo lugar en El Born Centre de Cultura i Memòria y sobre la que escribí en su momento.

 

Domènec: Si, definitivamente. Yo me estaba acordando de El Roto y su viñeta en la que retiraban una estatua ecuestre, no importa si de Franco o de otro, en la que ponía “Retiraron las estatuas del dictador para que no se notase tanto que aún seguía allí…”. Da la impresión de que las políticas de memoria histórica herederas del Régimen del 78 hayan sido un poco eso, retirar las cosas para que no se note que todo sigue igual. Quizá lo de ahora, aunque a veces se caiga en la banalización, la espectacularización o la infantilización, es cierto que supone un nuevo camino, aún ajustándose. De cualquier forma, si alguien viniese diciendo que tiene la fórmula exacta yo trataría de problematizársela, planteándole un “¿y si…?”, un poco a modo de mosca cojonera, que es lo que corresponde con la profesión de artista. Por ejemplo, cuando Hans Haacke quiso hacer evidente que la limpieza del régimen nazi no había sido en profundidad, reconstruye un monumento nazi en un giro iconoclasta muy interesante que termina, precisamente, con la destrucción del mismo por parte de los neonazis austriacos. Lo que Haacke hace es todo lo contrario: decide levantar la alfombra y evidenciar el conflicto, que está aquí escondido. Con Franco se ha hecho al revés: en muchas ocasiones se han desmantelado sus monumentos de noche, para evitar líos… O como la transformación del monumento barcelonés de José Antonio Primo de Rivera en uno en homenaje a Tarradellas: primero retirar los símbolos y después los bajos relieves, dejando esa especie de pegote abstracto… Yo creo que la lucha política está en todas partes y a cada uno le toca luchar desde el lado que le corresponde, desde el que se lo pase mejor, y que pueda ser más útil. Seguramente los artistas no seamos tan útiles dirigiendo una asamblea, por ejemplo, pero si podemos poner el dedo en la llaga, levantar alfombras, hacer que todo se airee y el olor a podrido finalmente se desvanezca.

 

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¿Qué es un campo? (A propósito de “Un siglo de arquitectura europea”) / Martí Peran

Texto para la publicación Domènec. Un segle d’arquitectura europea editado por M / A / C – Mataró Art Contemporani en el marco de Manifesta 15. Barcelona metropolitana. Diciembre 2024

 

Una modalidad de campo de concentración puede ser un hotel, al precio de cincuenta libras esterlinas por noche, en habitación compartida. Así lo documenta Marco Martins en la película Great Yarmouth. Provisional Figures (2022). En el condado de Norfolk, la amable ciudad costera que tiempo atrás se reconocía como enclave turístico, acabó por convertirse en el destino de una numerosa población migrante, confinada sin documentación en hoteles destartalados y esclavizada en las fábricas de procesado de carne de pavo. El ejemplo solo es un tanto arbitrario por una cuestión cuantitativa. Así como en la propuesta de Domènec “Un siglo de arquitectura europea” se consignan hasta veintidós ejemplos de literales campos de concentración diseminados por toda la geografía continental a lo largo del siglo XX, en la plataforma de streaming Filmin, la etiqueta “Campos de concentración” ofrece, a día de hoy, “45 títulos encontrados”. Estas distintas señales de orden numérico abrigan una misma elocuencia con múltiples derivadas: ni el campo de concentración es excepcional – deberemos volver sobre ello – ni la exhibición de sus entresijos nos repele. Todo sugiere, de algún modo, que el campo de concentración obedece a una cierta inevitabilidad o, en otras palabras, surge como efecto estructural de determinadas causas que, lejos de ser insólitas e inusuales, permanecen incrustadas en el paradigma antropológico y político de la modernidad. Desde esta perspectiva, cualquier aproximación cuantitativa al campo, más allá de su condición de archivo de injusticias reales, contiene suficientes datos para impugnar los dislates que habitan el interior de cualquier noción de justicia ideal.

Los ideales, cuales sean, no pertenecen a este mundo, sino que operan como consignas para corregirlo acorde a un determinado régimen de valor. De ahí que, incluso lo justo, como cualquier principio sobre el que se organice una utopía social, conlleve una división. Un mundo regulado es un mundo dividido entre lo que se ajusta a valor y lo que permanece en su afuera. Si el campo es tan cuantioso, tan variable y tan extendido geográficamente, es porque remite a este vasto afuera que siempre está ahí, despreciado y puesto a disposición para su explotación o su abandono. Podrá decirse que el hotel -campo de concentración-  que gobierna Tania en Great Yarmouth no respeta este argumento puesto que, desde luego, es ilegal y, en consecuencia, por más que los lugareños actúen como cómplices, la existencia de ese campo no obedece a ley (cabe recordar que incluso Auschwitz estaba amparado por decreto) . Los migrantes que acuden al lugar, en principio, no estarían pues propiamente excluidos del régimen de valor, sino relegados a una condición tan periférica dentro del propio régimen – figuras provisionales– que en cualquier momento pueden ser empujados hacía afuera.  Pero una mirada mínimamente atenta pone en evidencia que la división prevalece y, con ella, siempre se produce un resto. En Great Yarmouth, en efecto, hay otro campo, atroz y sanguinario, en el que centenares de pavos son degollados a diario por los desventurados hijos de Saúl[1].

No hay campo de concentración sin división y la más elemental cesura es aquella que, en el interior de lo viviente, distingue una condicional animal y una posible condición racional. De ahí que en el marco del humanismo tenga cabida el matadero sin ningún remordimiento. Pero sería demasiado sencillo interpretar la existencia de los campos como resultado de la simple animalización de determinados individuos humanos. No hay duda de que un campo es un artefacto técnico que tiene por función acelerar el proceso de deshumanización de los internos, pero su condición de posibilidad radica en artificios jurídicos e ideológicos muy profundos. Roberto Esposito ha reconstruido con detalle como el derecho romano arcaico formula la distinción taxativa entre el “hombre natural” -para el que puede ser apropiado o no disfrutar de un estatus personal-  y la propia entidad “persona”, aquello que en el cuerpo es más que el cuerpo y que fundamenta su dimensión cerebral, social y cívica. El propósito de esta división no es otro que el de permitir la confección de un sofisticado catálogo de gradación del dispositivo persona. Aquellos que hayan superado su dimensión de hombre natural para favorecer el despliegue pleno de sus potencialidades racionales devendrán personas íntegras; en el otro extremo, aquellos individuos que permanezcan anclados en su primitiva “naturalidad” deberán ser considerados personas defectivas. Entre ambos extremos , la panoplia de posibilidades puede ser tan extensa como se pretenda (semi-persona – provisional figure-, no-persona – animal -, antipersona – loco -,… ). El horizonte final de este argumento es la clarificación de la aplicabilidad del derecho. La persona completa es el inequívoco sujeto de pleno derecho mientras que, en su progresiva declinación a la baja, ese mismo sujeto se ve progresivamente desposeído de privilegios hasta acabar confinado en el campo de concentración: allá donde acontece la definitiva suspensión del derecho. Por supuesto, el punto clave de este razonamiento reside en la arbitrariedad que afecta el reconocimiento del umbral que separa a las personas íntegras de las defectuosas. El defecto que convierte a cualquier individuo o comunidad en carnaza susceptible de engrosar la población de un campo puede consistir en la más variopinta anomalía: reconocerlo como enemigo, como judío, como impío o como animal. Quién dispone de potestad para discernir esta terrible frontera es, llanamente, el poder.

Como ha planteado Giorgio Agamben, el poder, fundamentado en aquella cesura que ahora se expresa mediante los términos zoé (la mera vida metabólica común a todos los seres vivos) y bíos (la vida dotada de un complemento de lenguaje y de politicidad), ha de ser comprendido como una suerte de juicio por el cual se determina qué vidas están cualificadas para articular un cuerpo de ciudadanía y cuales, por el contrario, permanecen en una precariedad que las convierte en despreciables y exterminables. Este resto de vida prescindible – vida nuda –  es, en consecuencia, una producción del propio poder en la misma medida que también produce a los ciudadanos de pleno derecho. Los dos polos derivados de la cesura son efectos directos del poder soberano puesto que este siempre es una biopolítica, un mandato sobre la vida que solo puede comandarla y corregirla mediante su división. No importa que esta biopolítica se resuelva por la vía ortodoxa – dejar vivir y hacer morir- o se convierta en su variante necropolítica – hacer vivir y dejar morir -.  El poder, en tanto aspira a ejercer una dominación, no es sino la delimitación, a la escala que corresponda, de un domus – un casa, un espacio reglado y gobernado por un dominus, un cabeza de familia propietario y señor – que tiene por función  ofrecer cobijo  a quién merece estar dentro y conservar afuera a quién hace peligrar la regla. El fracaso histórico en la aplicación de los “Derechos Humanos” no se debe a la falta de rotundidad en la defensa de la categoría persona sino, por el contrario, en la propia ideología de la persona por la que está es condenada a una división que la clasifica y jerarquiza. El campo de concentración, en esta clave, es el negativo del espacio del domus producido por la misma lógica que lo levanta. El campo es el cobertizo anexo al domus donde queda confinada la vida nuda – así se constata de manera literal en La zona de interés (Jonathan Glazer; 2023) -, que ya no es tanto objeto dominación – ha sido expulsado de la casa y de ahí que carezca del principio de derecho que la organiza- como de extracción o aniquilación.

La producción de vida nuda es funcional. Lo que queda confinado en el campo,  susceptible de ser explotado, esclavizado, desechado o exterminado, cumple un rol determinado como cimiento del poder que gobierna la casa. En su perfil más elemental, ese cobertizo es el mero almacén donde la vida desposeída de derecho se almacena como provisión alimenticia o como la fuerza de trabajo gratuita que sustenta el bienestar del domus; a su vez, en la versión más sofisticada, el campo cumple la función inmunitaria de identificar y recluir los peligros que acechan el dominio establecido. El poder es poder en la medida que corre el peligro de perderse. Ostentar el poder es estar amenazado por algún riesgo. Toda comunidad, establecida y movilizada desde un principio de identidad de cualquier orden (racial, teológico, ideológico,…), al mismo tiempo que se constituye como familia en la que se suspenden las barreras individuales, exige inmunizarse frente a aquellas diferencias que suponen un riesgo a su supuesta idiosincrasia. En esta tesitura el campo es una de las consecuencias de la preventiva neutralización del peligro que ejerce todo estado de derecho, legitimado para promulgar estados de excepción que permitan derogar derecho y reducir a vida nuda a quienes supongan una amenaza. Cualquier régimen de poder, en consecuencia, abriga el esbozo de un campo, incluido el modelo de las democracias liberales. Si hoy se multiplican los campos camuflados en toda suerte de variantes, es a causa de la progresiva conversión del Estado de Derecho – aquel que en principio tendría por objeto disipar el miedo y asentar un sosiego social- en Security  State  – aquel otro que se fundamenta en el promoción de enemigos y de miedo para fortalecer sus reglas de dominio -. A mayor promoción de peligros, a mayor definición de situaciones como excepcionales y de riesgo para el domus comunal, mayor legitimidad del poder para sugerir la identificación de sus actores y, sobre todo, mayor fundamento para suspender su plena condición. Con estos ingredientes en marcha es inevitable la proliferación de campos, ya sean tan ordinarios y explícitos como Guantánamo, o camuflados bajo la retórica de lo cautelar en Lesbos o en cualquier Centro de Internamiento para Extranjeros. Remitir a los campos de concentración que poblaron la geografía europea a lo largo del siglo XX, no es pues un mero ejercicio de memoria histórica sino una arqueología del presente.

[1] Saul fia (El hijo de Saúl). Dir: László Nemes. 2015. Al amparo del relato bíblico, el protagonista, miembro de los Sonderkommander, trabaja en los hornos donde se aniquila a sus congéneres. En una suerte de bucle , lo  mismo hace Tania, portuguesa e inmigrante de primera generación a Norfolk, cuando confina a sus compatriotas entre el hotel y el matadero.

Muro

2024

instalación site-specific para la prisión de Mataró
Madera
300 x 880 x 60 cm
Una producción de MAC Mataró Art Conteporani / Manifesta 15.

La prisión de Mataró, construida por el arquitecto Elies Rogent en 1853, es el primer ejemplo de la aplicación del modelo panóptico de España.

En 1791, el pensador británico Jeremy Bentham publicó el tratado Panopticon / The Inspection House. En este escrito, Bentham expone los principios del panóptico ( en griego “todo se ve /observa”). El proyecto describe un sistema de vigilancia absoluta y perfecta a través de una arquitectura circular diseñada para los residentes, ya sean prisioneros, enfermos, escolares o trabajadores de una fábrica, estén siempre bajo un estricto control visual, aunque los vigilados no puedan ver quién los vigila ni cuándo. Nada escapa a la mirada del guardián.

Originalmente, el patio de la prisión de Mataró tenía un muro que lo dividía por la mitad y que separaba la parte destinada a las mujeres de la parte destinada a los hombres. Finalmente, después de algunos años, cuando la prisión se convirtió en exclusiva para hombres, el muro fue derribado. Hoy en día, sin embargo, todavía se pueden ver en el suelo y en las paredes del patio los rastros de ese muro.

Reconstruyendo el muro, esta intervención temporal pretende recuperar parte de la memoria olvidada del edificio y modificar la experiencia física de los visitantes, quienes, para poder recorrer toda la propuesta “Un siglo de arquitectura europea”, se verán obligados a retroceder sobre sus pasos.

“Muro” forma parte de la propuesta “Un siglo de arquitectura europea” para la bienal Manifesta 15.

 


Manifesta 15, Barcelona Metropolitana. 08.09.2024 — 24.11.2024

Un siglo de arquitectura europea: Suomenlinna

2024

Bronce, imágenes sobre aluminio y madera.
162 x 65 x 58 cm

Suomenlinna, Helsinki, Finlandia
Fortaleza militar / campo de concentración / residencia artística

Al acabar la guerra civil finlandesa en 1918, el victorioso ejército blanco y las tropas alemanas tenían retenidos aproximadamente 80.000 prisioneros rojos; después de las ejecuciones sumarísimas y de liberar mujeres y niños, quedaron 76.000. Todos fueron recluidos en campos de concentración, entre 11.000 y 13.500 murieron de hambre y frío. Los muertos se enterraron en fosas comunes junto a los campos. Uno de los que se crearon –aprovechando unas antiguas casernas militares– fue el campo de prisioneros de la isla de Suomenlinna, en frente de Helsinki. Desde el 14 de abril de 1918 hasta el 14 de marzo de 1919, un total de 8.000 prisioneros, miembros de la Guardia Roja y simpatizantes de organizaciones de izquierdas, fueron internados en el campo. Una decena parte de los prisioneros murió de hambre y enfermedades.

Hoy, la isla de Suomenlinna es un importante destino turístico. Una de las principales casernas utilizadas como campo de concentración es un espacio de residencias artísticas.

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