24 horas de luz artificial. Después de Alvar Aalto. Martí Peran

La literatura contemporánea que tantea el presente a fin de descubrir la expresión que configura su perfil construye, a medida que lo desvela, el retrato de una desfiguración. Existe una suerte de consenso tácito según el que la descripción de la experiencia de la contemporaneidad tan sólo puede expresarse desde la negatividad; y esto no es una banal incitación a un temeroso pesimismo, como se malinterpreta con frecuencia, sino la convicción de que es desde la sacudida, el envejecimiento y la vulnerabilidad de los principios y los valores que ayer constituían el universo de referencia desde donde deben reconocerse las palabras para el hoy. La negatividad es la distancia entre el lugar del presente y el mundo que se abandona.

Como resultado de la dirección que señala esta dinámica, a pesar de la voluntad de impostar sobre el presente una expresión nueva, se cierne tras éste la sombra del lugar de origen, se escucha aún el rumor de lo que se rehúye. Es este vínculo con la historia lo que hace inevitable definir el presente como reverso; al fin y al cabo, un síntoma más de su fragilidad intrínseca.

24 horas de luz artificial, la instalación que aquí presenta Domènec, es la construcción de un escenario posible para la experiencia contemporánea; pero, en consonancia con lo que acabamos de apuntar, este trabajo sólo puede ser el resultado de declinar una narración previa. Es una arquitectura que no entierra formas anteriores, sino que simplemente invierte la piel de los muros de unas habitaciones arruinadas; no renuncia o la estructura original, pero en cambio busca identidad en la misma negativa a permanecer en ella. Por lo tanto, debe explicarse previamente la primera casa a fin de aclarar, en la distancia que las separa, la subversión implícita con la que se construye este nuevo refugio.

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El último sueño moderno, cargado de entusiasmo y confiado en la capacidad transformadora, se expresa en distintas amplitudes; en ocasiones se acota en parcelas anecdóticas como la mera renovación del lenguaje de las artes, y en otros casos desde un programa de aplicación general con voluntad de constituirse como una plena estructura de sentido. A partir de esta magnitud tan generosa debe interpretarse el registro en apariencia estrictamente arquitectónico del denominado

Movimiento Moderno. En sus primeras formulaciones, bajo la retórica mecanicista, el racionalismo organiza un ideal riguroso, capaz de abordar satisfactoriamente todas las necesidades fundamentales del hombre moderno desde el ejercicio de una razón pragmática y funcional. En este momento inicial, la solidez del objetivo establecido determina una sequedad discursiva que con frecuencia se acerca demasiado a la doctrina. Se dictaminan unos principios con pretensión universalista, sin concesiones a particularidad alguna que perturbe el eje de la consigna de construir un mundo nuevo adecuado al hombre nuevo. No obstante, el carácter normativo de este planteamiento pronto recibe una sacudida.

Desde la historiografía de la arquitectura se han explicado diferentes crisis del Movimiento Moderno. Ahora, sin embargo, lejos de ser fieles a la ortodoxia de ¡os análisis académicos, debemos acertar a describir la corrección esencial que, a partir de un determinado momento, se introduce en el cuerpo teórico del primer racionalismo. Y, en esta perspectiva, la desviación tiene un sentido bien concreto. Se hace imprescindible relativizar los planteamientos del fundamentalismo del programa original, excesivamente plegado a la rigidez de sus ilusiones de universalismo y cosmopolitismo, en pos de una mayor humanización del proyecto mismo. Para desarrollar esta revisión se destacan tres frentes de debate. En primer lugar, frente al arquetipo del hombre moderno debe rescatarse al sujeto particular con identidad propia; a continuación, y por extensión de la primera premisa, la idea de un espacio mecanizado, capaz de acoger con idénticas garantías las necesidades de todo individuo, debe sustituirse por un reencuentro con las cosas concretas de cada experiencia local y singular. Finalmente, y a modo de recapitulación de este proceso de revisión, se hace imprescindible reformular la noción de casa para convertirla en el auténtico refugio vital de este sujeto individual, más allá de su perfección mecánica.

La primera vertiente de esta corrección, el restablecimiento de la identidad subjetiva como centro de la misma operación arquitectónica, se traduce rápidamente en la proclama organicista. Al convertir el factor humano en la esencia de la arquitectura, la alegoría de la máquina queda sustituida por la apelación a lo orgánico y a lo vivo. Con esta mutación, el nuevo espacio construido ya no se articula solamente de acuerdo con un funcionamiento razonado técnicamente, sino que se somete a todas las vicisitudes de la emotividad. Se trata, en definitiva, de conciliar al sujeto con el mundo de la técnica a fin de afianzar, en este humanismo, una reserva de valor. En palabras de Aalto, se trata tan sólo de salvar al hombre, condenado a vivir en un hormiguero sin sentido. El hombre no es ninguna abstracción dentro de un programa teórico sino la realidad viva a cuyo alrededor debe gravitar la investigación, el protagonista sobre el que debe proyectarse la especulación de la razón.

Dado que el sujeto individual –y no el universal– es el nuevo imperativo para la acción, se hace imprescindible restablecer también la semántica del lugar, del paraje concreto donde el hombre debe desarrollar su experiencia de vida. Debemos pasar –en clave arquitectónica– de los modelos modulares mecanizados a un repertorio de formas y tipologías más voluble, capaz de fundamentar el principio de la calidad de vida en la posibilidad de ser con las cosas. Debemos, en definitiva, enfocar la arquitectura hacia la construcción literal de espacios para vivir y ello presupone habilitar un lugar donde el sujeto pueda desarrollar una relación productiva con el entorno. Aalto -paradigma de este renovado «regionalismo» que se injerta en el programa racionalista- vuelve a expresarlo con plena rotundidad: la habitación se encuentra en millones de lugares distintos cuyas peculiaridades se modifican continuamente. No se puede estandarizar el entorno de forma simplista como un producto mecánico. Desde este prisma de orden claramente fenomenológico el arquitecto finlandés otorga una importancia sustancial al valor de lo táctil. El individuo se apropia verdaderamente de un espacio en la medida en que éste es un lugar de cosas para ser tocadas y utilizadas físicamente. En realidad, es en esta percepción de un entorno y en ¡a gestualidad derivada de palparlo donde la arquitectura deja de ser solamente una realización para el hombre –el primer nivel de corrección– sino la representación misma de la existencia.

La máxima expresión del giro aplicado a la primera ortodoxia racionalista reside en la constitución enfática de la idea de casa. Sin duda, el problema de la vivienda –en tanto módulo esencial de la estructura urbana– y el de la habitación –en tanto célula funcional a nivel doméstico– ya eran prioritarios en el programa originario del Movimiento Moderno; ahora, en el marco de este programa, el acento recae en la urgencia de convertir ese lugar perfectamente razonado en un auténtico hogar. En la línea de los análisis heideggerianos, no basta con construir un lugar; la auténtica necesidad para el hombre contemporáneo es esquivar la indigencia espiritual y reencontrar una casa, un lugar propio en donde el sujeto individual, para quien ya habíamos destacado la importancia de su diálogo físico con las cosas, pueda con ellas acoplar un mundo. Esta es la dimensión real del hogar, allá donde el hombre encuentra su auténtica propiedad.

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La revisión del racionalismo que hasta aquí hemos resumido, en realidad, tenía como función optimizar los planteamientos iniciales. No es una increpación sostenida en la sospecha, sino al contrario: quiere ser una aportación con espíritu constructivo. No se tambalea en lugar alguno la ilusión transformadora; simplemente se revisa con la pretensión de hacerla aún más efectiva. Pero, a pesar de esta evidencia, el giro que se ha introducido representa una reconducción del sueño hacia la realidad y, en este viraje, es casi inevitable la posibilidad de despertar definitivamente y desvelar todo el reverso de este imaginario. En efecto, en el mismo período en que Aalto capitanea las reformulaciones humanistas en el interior del discurso racionalista, toda una pléyade de pensadores conceptualiza la contemporaneidad en unos términos que ahora podemos interpretar como la súbita interrupción de ese sueño y como la expresión de la conciencia explícita de la oscuridad que lo envuelve. Si el racionalismo podía humanizarse rescatando al sujeto individual, habilitándole un entorno en el que convivir con las cosas y, en definitiva, construyéndole residencia espiritual, cada uno de estos mismos ejes también puede ahora desocultar su reverso. De este modo, la búsqueda de una identidad subjetiva y particular puede derivar en una cruel exposición de un cuerpo precario y vulnerable; el esfuerzo para vertebrar un entorno plagado de cosas puede delimitar un territorio desértico y, finalmente, la exigencia de casa puede trocarse en la simple adecuación de un refugio.

Para ejemplificar de manera precisa la reconversión del ideal humanista en el retrato de un sujeto exiliado, es ahora pertinente el remitirnos a un modelo literario. Los personajes de Beckett –una referencia constante tras el trabajo de Domènec– construyen una sinuosa narración de las penurias que obstaculizan la única empresa del vivir: encontrar una identidad propia. La búsqueda es obstinada y perseverante pero tan sólo reposa en la seca constatación de que existo y sobrevivo a mi manera. En el universo beckettiano la necesidad de reconocer a un sujeto singular –el mismo objetivo que se imponía en la corrección organicista del racionalismo– obliga a una travesía que lo acaba reduciendo, precisamente, a la categoría de organismo débil, caracterizado por su vulnerabilidad al dolor. Si, como habíamos subrayado, la noción de sujeto no es una abstracción retórica sino una realidad viva, el objetivo de buscar su especificidad, en caso de sumergirse totalmente en este viaje, impone el reconocimiento de su precariedad. Fieles a la consigna lanzada por Aalto, y ejerciéndola de forma completa, llegamos a un puerto inesperado; el fundamento último de la identidad, lo que realmente enlaza al hombre con el instante de la existencia es el dolor y la enfermedad. Jünger, Bernhard o Sontag lo han constatado con distintos niveles de aceptación.

El segundo elemento corrector que el nuevo humanismo introducía en el ideario racionalista era la recuperación fenomenológica, el rescate del mundo de las cosas para la experiencia del hombre. Tal expectativa, también de la mano de Beckett, tiene una profundidad cruenta. Efectivamente, el autor, lejos de explicar aquel acoplamiento de un mundo en el diálogo entre el sujeto y las cosas, narra la constante inaccesibilidad de lo más elemental y necesario. Molloy, Moran o Malone –los personajes de la trilogía novelada– batallan inútilmente para poner las manos sobre los objetos que, aun siendo banales, les resultan imprescindibles para sobrevivir; el cubo para escupir las flemas, el bastón para palpar el limitado espacio de una habitación o la libreta para escribir un miserable testimonio del pensamiento se ocultan y se pierden en el momento crucial en que se les reclama. Esta soledad física absoluta del hombre singular, escenificada en las narraciones de Beckett –este fracaso del principio de lo táctil que se proponía Aalto– es exactamente la misma vacuidad sobre la que tratan de existir las figuras de Giacometti –buen amigo del escritor y otro referente en el trabajo de Domènec–, unos personajes expulsados al vacío y sin posibilidad de ser entre cosa alguna.

Si la casa podía soñarse a través del axioma que rescata al hombre singular en contacto físico con las cosas, ahora este mismo hombre, convertido en un cuerpo frágil que se mueve a tientas con las manos vacías, ya sólo puede esconderse. El hogar luminoso es el sueño de la caverna. En la utopía racionalista, y aún más en su matización humanista del organicismo, se pretendía construir una residencia de sentido para aquel sujeto completo. Ahora, esta habitación para la vida debe transformarse en lugar de cura, de preservación de la identidad frágil y, con el mismo criterio de manutención, debe ser un lugar aséptico, despoblado y sin cosas. Con todo este clima, aunque se insista en conquistar el confort, la casa se transmuta en sanatorio.

Hasta aquí, sin desviaciones de ningún tipo, hemos utilizado el trabajo de Aalto como modelo emblemático de una idea determinada de la modernidad y la narrativa de Beckett como expresión del horizonte final donde se amputa esa misma idea. En consecuencia, no seria lícito insinuar que la referencia explícita al sanatorio de Paimio –realizado por el arquitecto en los primeros años treinta en la ciudad finlandesa homónima– que resuena en 24 horas de luz artificial es una estrategia para reinterpretar a Aalto hasta descubrir su vecindad esencial con Beckett. No existe complicidad alguna entre ambos autores. Sólo hay que recoger la Memoria referida al sanatorio que redactó el arquitecto para ahorrarse cualquier equívoco. En este texto, el autor insiste en la necesidad de primar todas aquellas actuaciones y detalles que garanticen la funcionalidad y humanidad del edificio. En este sentido, enfatiza el deseo de conseguir unas habitaciones con gran cantidad de luz, con un equilibrio de características acústicas, con un uso del color que garantice un ambiente general tranquilo e, incluso, con unos lavamanos especiales para que su uso sea lo más silencioso posible. Todo esto queda sin duda muy lejos de los angustiosos espacios de la literatura beckettiana. En 24 horas de luz artificial se plantea otra cosa bien distinta de esta analogía evidentemente absurda.

La propuesta que se formaliza en esta instalación consiste en situarnos precisamente en medio del relato que hemos desarrollado, para evidenciar sus tensiones internas y no para pulir sus aristas y presentarlo como una historia de coherencia feliz. El núcleo de este trabajo no pretende subvertir los planteamientos de Aalto pero, al tomar el sanatorio de Paimio como modelo, sí que quiere destapar el hecho de que en el interior de los propios presupuestos del modernismo más optimista late con estridencia la posibilidad de su propia deriva. En efecto, Paimio es ejemplar en su celoso planteamiento, es un elogio de la civilización filtrada por un ideal humanista; pero, pese a esta caracterización, no puede ocultar que el destino final de todo este esfuerzo puede reducirse a acoger y tratar de reconfortar una enfermedad. Formulado en otros términos, es en el mismo descenso desde el ideal teórico del primer racionalismo hacia la realidad del sujeto individual en donde se abren las puertas para reconocer la miseria y el dolor como sus únicos elementos constituyentes. Las habitaciones de Paimio, escrupulosas en el estudio de la recepción tonificante de la luz natural, abren así el relato que podría culminar en los espacios existenciales, de luz artificial, de los personajes-pacientes de Beckett: debo decir francamente que nunca hay luz a mi alrededor, nunca verdaderamente luz.

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La narración que hemos intentado reconstruir en sus puntos esenciales se cierne detrás del trabajo de Domènec de una forma literal. Distintos trabajos escultóricos e instalaciones recrean el repertorio formal ideado por Aalto, reconvertido ya en mobiliario de un escenario beckettiano. Así, por ejemplo, aparentes almohadas o lavamanos se transforman en instrumentos violentados, objetos banales se pre-sentan como herramientas terapéuticas y formas ergonómicas –paradójicamente– niegan toda posibilidad de confort. 24 horas de luz artificial culmina este desarrollo explícito de los rumores que se detectan tras la obra de Aalto hasta su subversión definitiva; pero todo el trabajo de Domènec puede revisarse desde este registro. Parece talmente que su trabajo se sitúe justo en el punto de inflexión que, como hemos intentado explicar, conduce hasta Beckett. Al fondo, la instalación que ahora nos muestra, a pesar de la sombra precisa de Aalto, podría ser perfectamente la habitación donde agoniza Malone.

En efecto, en la obra de Domènec se explora siempre la tirantez ocasionada por la reunión de una doble vertiente: la fascinación por el mundo natural y orgánico –construcción de formas biomórficas y uso de materiales como piel o madera–, con ambientes siempre neutros, de una atmósfera estrictamente mental; aunque este equilibrio Híbrido –un concepto que aglutina distintos trabajos- se ha ido descompensando paulatinamente.

En una primera y larga serie de trabajos, lo más visible era la obstinación por catalogar y conservar formas orgánicas que por su misma naturaleza precaria y efímera solamente podían preservarse por medio de la congelación. Como sugieren distintos títulos –Freeze, por ejemplo–, la única relación que podemos mantener con el mundo de las cosas consiste en enfriarlas para protegerlas. Y rebajar la temperatura del mundo real, aunque sea un acto que anhela salvarlo, es en última instancia el primer episodio del reconocimiento de su desaparición. Este tipo de resignación, de una forma irreversible, determina toda la obra posterior. A partir de este momento se abandona cualquier reducto de sentimentalidad para volcar todos los esfuerzos en la construcción de un espacio para la mente recogida. Privados del mundo real de las cosas, asistimos al repliegue en un espacio absolutamente artificial. El rostro ajeno o Bajo cero (como en casa) ya son habitaciones pobladas tan sólo por el pensamiento desterrado. La pulcritud de estos lugares, a pesar de su analogía con el rigor racionalista –y también minimalista–, en lugar de expresar la posibilidad de delimitar un territorio real para apropiarse de él y convertirlo en el marco de la experiencia viva, acota simplemente un espacio para el solipsismo y la indigencia. La progresiva acentuación de este proceso culmina en una especie de burla de la trascendental idea de la casa. Blanco como la leche –ya sólo el título conserva aquel equilibrio entre la frialdad del pensamiento y el calor del mundo orgánico– sacude la remota ilusión de la casa individual, depositario de nuestras cosas, para revertiría absolutamente. Por su condición únicamente visual –es una fotografía– y por su estructura blanda y tosca, esta arquitectura ya no es una casa sino el deseo mismo de refugiarse en la caverna. Quizá ni siquiera ofrece refugio, es tan sólo la forma de un agujero que da acceso a la caída.

Marti Peran, 1998

 

 

Texto del catalogo de la exposición Domènec, 24 hores de llum artificial.

Sala Montcada, Fundació “La Caixa”, Barcelona 1998

ISBN: 84.7664-634-8